CINE › HITCHCOCK, EL MAESTRO DEL SUSPENSO, CON ANTHONY HOPKINS Y HELEN MIRREN
Hay algo perverso en la manera en la que el film dirigido por el desconocido Sacha Gervasi se ensaña con su protagonista, pintándolo no como el genio que fue, sino más bien como a un niño caprichoso envuelto en ropas de hombre.
› Por Luciano Monteagudo
No deja de ser una paradoja que una película en la que Alfred Hitchcock se queja constantemente de la falta de reconocimiento y valoración que sufre por parte de Hollywood vuelva a tratarlo con el mismo paternalismo y la misma desconsideración de la que Hitch se lamentaba con amargura. Hay algo perverso en la manera en la que el film dirigido por el desconocido Sacha Gervasi se ensaña con su protagonista, pintándolo no como el genio que fue, sino más bien como a un niño caprichoso envuelto en ropas de hombre, siempre dispuesto a un pataleo o un berrinche. Es como si el resentimiento que el gran director sufría de buena parte de la comunidad a la que él había contribuido a engrandecer –tanto artística como económicamente– todavía se hiciera sentir hasta hoy.
Basado en el libro Alfred Hitchcock and the Making of ‘Psycho’ (1990), de Stephen Rebello, el Hitchcock de Gervasi y su guionista John L. McLaughlin sigue la línea directriz que en 1983 trazó el más documentado de sus biógrafos, Donald Spoto, cuando publicó La cara oculta del genio. Alfred Hitchcock. Allí Spoto, entre muchas otras infidencias, no sólo estableció la importancia decisiva que tuvo en la vida y obra de Hitch su mujer, Alma Reville, eterna compañera del realizador desde sus comienzos como asistente de dirección hasta su muerte, en 1980. El libro de Spoto también echó a rodar la teoría de la fijación sexual de Hitchcock con sus actrices rubias, particularmente durante el último período de su carrera, desde Grace Kelly hasta Tippi Hedren, pasando por Kim Novak y Janet Leigh. La película de Gervasi no hace nada por desmentir esa obsesión, sino más bien la alimenta, pero elige concentrarse en su relación con Alma durante la preparación y el rodaje de Psicosis (1960), uno de sus films más importantes y también más controvertidos.
El problema central de Hitchcock no está en ese punto de partida, tan válido como cualquier otro. Justamente a partir de Spoto se sabe del nivel de influencia que tenía Alma en la obra de Hitch: ella era su primera y última consultora y, aunque su nombre no siempre figuraba acreditado, nada de la obra de su marido le era ajeno. Pero en su afán de hacer de Hitchcock un woman’s picture, una película reivindicatoria del rol de las mujeres en general y de esa en particular, el film se olvida de jugar con la opacidad esencial de Alma, con el misterio de su figura en las sombras. Interpretada con su autoridad habitual por Helen Mirren (actriz de carácter fuerte, si las hay), Alma no sólo le disputa protagonismo al hombre de quien la película toma su título. También inclina el relato hacia una zona tan poco interesante como inconducente, con una subtrama en la que Alma, harta de los caprichos y excentricidades de Hitch, consiente los coqueteos de un amigo guionista (Danny Huston) y acepta colaborar con él en un libreto, para desatar así los celos de ese hombre que sólo parece tener ojos para los senos de la protagonista femenina de Psycho, Janet Leigh (Scarlett Johansson, poco parecida a su original, pero de una gran presencia). No por nada, es Alma quien le aconseja a Hitchcock que la mate antes de los primeros 30 minutos de película.
Como ese ejemplo, todo lo que tiene que ver con los detalles más famosos de Psicosis –empezando por la célebre y brutal escena de la ducha– encuentra en Hitchcock una explicación psicológica puntual, con causas y efectos específicos, como si se tratara de una suerte de Pyscho for dummies, algo imposible para una película tan compleja, polisémica, perturbadora. Es tal el reduccionismo a ultranza que practica la película de Gervasi –que por otra parte no pudo contar, por razones de derechos, ni con un segundo de metraje del original– que allí donde no encuentra un dato concreto del cual asirse, lo inventa, haciendo dialogar a Hitchcock, como si estuviera loco, con el fantasma de Ed Gein, el asesino real sobre el cual se basó Robert Bloch para escribir la novela que inspiró la película.
Entre tanta torpeza, resulta absurdo ensañarse con Anthony Hopkins. Lo suyo es apenas el esforzado trabajo de mímesis de un actor prisionero no tanto de su maquillaje, sino más bien de las limitaciones de un guión que hace de su personaje un pelele y de una dirección que prefiere verlo como un muñeco ridículo antes que como al talento que fue. Y siempre será.
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