Miércoles, 13 de marzo de 2013 | Hoy
CINE › EZIO MASSA Y SU PELíCULA VILLA, QUE LLEGA MAñANA A LA CARTELERA PORTEñA
La cercanía con la Villa 31 durante la crisis de 2001 lo llevó a interrogarse sobre la realidad de la vida en el asentamiento. Con el aporte de los habitantes, Massa terminó descartando sus diálogos y dibujando una nueva historia.
Por Oscar Ranzani
Como buen cineasta experimentado, el formoseño Ezio Massa, de 41 años, tiene guardadas en su cabeza muchas imágenes históricas. Una de ellas también la conservan millones de argentinos: la de la crisis de fines de 2001. Massa recuerda que, por aquella época y comienzos de 2002, iba asiduamente a la Terminal de Omnibus de Retiro, más precisamente al sector de encomiendas a recibir cosas necesarias de su familia. Como bien conoce cualquier porteño, al lado de la Terminal de Retiro está emplazada la Villa 31. “La mayor cantidad de amigos que tuve en Formosa, por una cuestión de elección venían de barrios carenciados”, recuerda este cineasta, que siempre se preguntaba, al cruzar la villa, “qué tanto estaba afectando la crisis en ésta: si ellos sentían la crisis o vivían en una permanente crisis”, según relata Massa en la entrevista con Página/12. Desde entonces sintió curiosidad. “No sé por qué, pero no podía entrar a Retiro, con la villa al lado, sin verla y sin estar ahí, y sin juzgarme, a veces, si lo hacía por morbo o qué era lo que tanto me llamaba la atención de ahí”, señala el director, cuya película más reciente se titula justamente Villa y se estrenará mañana.
“Un día finalmente me mandé”, confiesa Massa. Y al conocerse con la gente de allí, comenzó a escribir un boceto entre fines de 2001 y comienzos de 2002 para una posible película. El proyecto se demoró por cuestiones administrativas (en principio estaba pensado para ser un telefilm) y terminó ganando en 2006 un concurso del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa) que permitió concretar el largometraje en 2008. “La propuesta era no trabajar con actores conocidos, no armar algo similar a la villa, sino contar desde adentro. Y lo principal: contarla con la gente de ahí, lo que iba a implicar que la preproducción, en vez de ser de ocho semanas, fuera de tres o cuatro meses”, comenta el realizador, que convocó a jóvenes de la Villa 21 –cercana a la cancha de Huracán–, quienes trabajaron con pocos actores profesionales.
Villa está imbuida del clima que se respira en un asentamiento. Y tiene como contexto el Mundial de Fútbol Corea-Japón 2002: tres amigos que viven en la Villa 21 miran el partido de apertura, pegando sus narices a la vidriera de una pizzería de Retiro. Pero al ser echados –aun sin haber ingresado al comercio–, deciden que van a ver el primer partido de la Selección Argentina en un televisor color, aunque deban pagar un precio alto por ello, y no precisamente monetario. Desde entonces, cada uno diseñará su estrategia para lograrlo, pero las decisiones que tomen incidirán en la amistad que tienen.
–¿Por qué eligió como contexto el Mundial de Fútbol?
–Cuando vi que De la Rúa se escapaba y todo eso tan patético, pensé: “Acá va a haber un cambio, hay muchas ganas de eso”. Y eso me lo cortó de golpe el Mundial. Sentía el Mundial como una especie de opio. Lo odié al Mundial en ese momento. Y Villa es toda una pequeña gran metáfora. Lo más ínfimo que necesitan para ver un Mundial es un televisor. Y dije: “Estos tres pibes quieren conseguir un televisor como la gente para ver el Mundial”. Tiene humor muy sutil, y la ironía de lo que tienen que hacer para conseguir algo a lo que cualquiera tiene acceso.
–¿Cómo se planteó el abordaje de la historia para no caer en una estigmatización de la población de la villa?
–Yo tenía mucho miedo al cliché, pero lo que me pasó cuando llegué al barrio fue que no vi nada que no conociera. De verdad: era como cualquier barrio carenciado de Formosa. Y vi mucha solidaridad en la gente. Me encontré con un barrio que tiene más de 90 mil habitantes (son 38 mil familias), donde el 10 por ciento es delictivo, porque ahí hay cocinas de paco y en eso está metida la policía. Pero hay un 90 por ciento de gente que, con menos herramientas que nosotros, se rompe y trata de salir. Entre esa gente hay códigos de barrio muy concretos. Códigos de supervivencia en una zona casi de paz armada, por decirlo así. A punto de explotar siempre. Esos códigos tienen que ver con muchísima solidaridad y cierta aversión al que viene de afuera, ya sea para espiar, por morbo. El que viene de afuera es una mala noticia, porque rara vez viene con buenas intenciones. Creo que mi guión caía en la estigmatización en los diálogos. Pero logré evitar eso al conocerlos y tirar a la mierda todos esos diálogos. En los ensayos me dejé guiar por las situaciones sin pretender que ellos caracterizaran nada, que cambiaran los diálogos con sus palabras.
–¿Cree que, por momentos, es una ficción con tono documental?
–Lo tomo como un cumplido haberme acercado a un documental. La película no deja de ser una ficción y hasta una fábula. Por ahí, llegar a ese tono documental tiene que ver con que los chicos sabían de qué hablaban y con que la mayoría que está ahí, si bien está actuando una ficción, lo estuvo haciendo desde un lugar real. Yo me dediqué a respetar eso y contar desde la estética lo que me pasaba cuando llegaba al barrio. Mi aporte fue más que nada cinematográfico; me dejé llevar por donde iban y me llevaban ellos.
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