Mié 20.03.2013
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CINE › THE ACT OF KILLING, DE JOSHUA OPPENHEIMER, EN EL THESSALONIKI DOCUMENTARY FESTIVAL

Un film original, revulsivo y movilizador

El documental del director estadounidense trata sobre los escuadrones de la muerte de Indonesia desde un punto de vista inusual: interroga a tres de los asesinos, que están más que dispuestos al diálogo y no muestran signos de arrepentimiento.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Tesalónica

@El invierno se resiste a partir en el norte del Mar Egeo y el frío cala los huesos, pero el cielo brilla como nunca sobre la ciudad, quizá para festejar los quince primeros años del Thessaloniki Documentary Festival (TDF). Hermano menor del festival de ficción que se lleva a cabo en noviembre y que ya acumula 53 ediciones, el de documentales nació a fines del siglo pasado con el subtítulo “Imágenes del siglo XXI”, y en estos tres lustros ha sabido estar a la altura de los tiempos, pese a la crisis del país, que a esta altura ya parece eterna. Tanto que de estos quince años, más de la tercera parte el TDF se ha llevado a cabo en plena recesión, con presupuestos cada vez más ajustados. Pero si algo ha enseñado la crisis a los griegos durante estos seis últimos años es que la vida continúa. Y el festival –que comenzó el viernes pasado y se extiende durante diez días hasta el próximo domingo– no es la excepción.

A pesar de los recortes y las dificultades, el TDF logró reunir en esta edición casi 200 producciones de 45 países, entre ellas 58 documentales griegos, que a pesar de la crisis –o precisamente a causa de ella– parecen multiplicarse año a año. Es como si hubiera una necesidad por comprender la tormenta política, económica y social que está atravesando el país y el documental fuera una de las formas de conocimiento del problema. “El documental es una poderosa arma ideológica, y en las manos de un buen cineasta se vuelve contra las distorsiones de la realidad”, dice Dimitri Eipiades, el fundador y director del TDF. “Al mismo tiempo, el documental es un acto político, es activismo. Nos hace pensar y nos infunde coraje. Los roles del documental cambian constantemente con la vorágine de los acontecimientos, presentándonos un aspecto del mundo que no siempre somos capaces de ver por nosotros mismos.”

Como punto de referencia, el TDF no sólo elaboró un programa especial, con algunos de los films que se convirtieron en mojones del festival a lo largo de estos quince años, como Capturing the Friedmans (2002), de Andrew Jarecki, o La historia del camello que llora (2003), de Byambasuren Davaa y Luigi Farloni. También ha organizado un homenaje al gran documentalista chileno Patricio Guzmán, con un panorama representativo de lo mejor de su obra, desde la monumental La batalla de Chile (1972-1979), con sus tres partes, que suman más de cuatro horas de metraje, hasta su film más reciente, Nostalgia de la luz (2010). Allí, Guzmán logra hablar de Chile y su historia reciente poniendo en diálogo el cielo y la tierra, el cosmos infinito que explora el observatorio astronómico del desierto de Atacama y los restos de los desaparecidos durante la dictadura militar de Pinochet, que yacen a sus pies y que un puñado de mujeres –como Antígonas contemporáneas– buscan identificar y darles justa sepultura.

Ya que se habla de dictaduras... Quizá no haya un film más original, poderoso, revulsivo y movilizador en todo el TDF –como no lo hubo en Toronto y en la Berlinale o lo habrá en el Bafici– que The Act of Killing. Esta producción danesa dirigida por el estadounidense Joshua Oppenheimer trata sobre los escuadrones de la muerte de Indonesia, un país que se dice una república democrática, pero que en los hechos sigue viviendo bajo la sombra del terror que instaló el sangriento golpe militar de 1965.

Bendecido por dos popes del mejor cine documental como son Erroll Morris y Werner Herzog, que quedaron fascinados por el material y se asociaron como coproductores del proyecto, The Act of Killing tuvo su origen hace casi diez años, cuando Oppenheimer vivía al norte de Sumatra y filmó por primera vez a un ex integrante de las fuerzas represivas que se vanagloriaba de haber ejecutado, con sus propias manos, a más de 10 mil “comunistas”. Según distintas fuentes, entre 1965 y 1966 en Indonesia se habrían asesinado aproximadamente un millón de personas, un genocidio del que actualmente no parece haber dimensión ni memoria. Salvo por esta película que se abre con una reveladora cita de Voltaire, probablemente extraída de su Candide: “Está prohibido matar; por lo tanto, todos los asesinatos son castigados, salvo aquellos que se practican a gran escala y acompañados por el sonar de las trompetas”.

La película de Oppenheimer surgió de una imposibilidad: las víctimas no podían hablar, ya sea porque murieron o porque sus hijos o sobrevivientes se negaban a hacerlo, ante el temor a represalias. Por el contrario, los perpetradores se mostraban muy generosos y bien dispuestos al diálogo, tal es el grado de impunidad del que aún hoy disfrutan. Fue así como Oppenheimer les propuso a tres de ellos que “recrearan” la manera en que disponían de sus víctimas, del modo que ellos prefirieran, ya fuera a través de sus relatos o, por qué no, de la realización de una película que diera cuenta de sus actos. The Act of Killing sigue ese proceso y documenta sus consecuencias.

Es allí donde el film de Oppenheimer se diferencia de S-21, la machine de mort Khmère rouge (2003), el único otro film con el cual es posible establecer alguna comparación. Mientras el documental del camboyano Rithy Panh registraba la reconstrucción de los crímenes masivos cometidos en su país como una suerte de acto de contrición de sus perpetradores, The Act of Killing viene a demostrar –primero para la perplejidad, luego la incomodidad moral del espectador y finalmente para su desesperación– que ese trío de asesinos no está arrepentido de nada, sino que incluso le parece muy simpática la idea de recrear en una película sus crímenes, que hoy siguen considerando si no justos, al menos necesarios.

Es una película que adopta varios géneros, hay que decir, ya que el trío juega tanto al musical (con unas secuencias que parecen superar los mayores delirios de Tsai Ming-liang) como al western y al film de terror y al de gangsters. Es en este último terreno donde los asesinos se sienten más cómodos: ellos se llaman a sí mismos “gangsters”, un término que asocian –vaya a saber por qué– con el de “hombres libres”. Uno de ellos, el más locuaz y hasta simpático (si eso fuera posible), un mulato llamado Anwar Congo, se revela incluso como un cinéfilo de pura cepa, formado de joven como acomodador en una vieja sala de Medan, donde aprendió a admirar al cine de Hollywood y donde encontró en Marlon Brando y Al Pacino a algunos de sus héroes y modelos a seguir. “¿Por qué a la gente le gustan las películas de James Bond?”, se pregunta Congo. “Porque le gusta la acción. ¿Y las de los nazis? Porque quieren ver crueldad y sadismo. Bueno, nosotros lo pusimos en práctica.”

Lo que lleva a una discusión semántica entre ellos acerca de la diferencia entre “crueldad” y “sadismo”, mientras recuerdan de qué manera asesinaban a sus víctimas y cómo, llegado el caso, resolvían aplicar los métodos más rápidos y prácticos (como estrangularlas con alambre) a los efectos de evitar innecesarios derramamientos de sangre, que luego obviamente alguien tenía que limpiar.

¿Derechos humanos? Interrogado por Oppenheimer (que trabajó con un equipo que en los créditos figura como “anónimo”, para evitar represalias), Anwar Congo por supuesto dice que no cree en ellos, de ninguna manera. Y da un ejemplo: “Mire lo que pasa en la Argentina, allí unos militares dieron un golpe de Estado y ahora están siendo juzgados. Eso no está bien”, sentencia consternado. Paradójicamente, ninguno de los tres protagonistas de The Act of Killing es militar. Visten ropas tan ordinarias como vistosas y son, como ellos mismos se denominan, “hombres libres”. En todo caso, si reconocen una filiación o afinidad es con la Juventud Pancasila, una fuerza de choque paramilitar alentada –según deja constancia el film– por el propio vicepresidente en ejercicio de Indonesia, Jusuf Kalla, que en uniforme de fajina todavía sigue arengando contra el comunismo.

Mientras uno de los genocidas se pasea sin remordimientos con su familia por un shopping, al tiempo que dice no tener problema alguno de conciencia, y el otro inicia alegremente su campaña como candidato a legislador, recolectando fondos con prácticas extorsivas y mafiosas, es Anwar Congo el único que reconoce tener “pesadillas” y soñar con los fantasmas de sus muertos. Algo de eso también escenifica en The Act of Killing. Y luego se sienta amorosamente a dos de sus nietos en su falda para mostrarles a qué se dedicaba el abuelito. A esa altura, el espectador no sabe ya si reír o llorar, de impotencia e indignación.

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