CINE › STEPHANIE ARGERICH Y EL DOCUMENTAL SOBRE SU MADRE
La hija menor de la gran Martha Argerich se animó a filmarla en su intimidad y puso al descubierto una compleja novela familiar. “Siempre me fascinó que pareciera alguien escapada de una película y no una persona real”, reconoce Stéphanie.
› Por Ezequiel Boetti
Martha Argerich espera entre bambalinas el anuncio de su presencia cuando dice que no, que está bloqueada y afiebrada, que todo fallará. Tiene pánico. Inhala y exhala con fuerza. Una. Dos. Tres veces. De repente empieza a entrever la tranquilidad de quien sabe que todo lo anterior es parte de una rutina. Cierra los ojos y arranca su marcha hasta el piano, protagonista estelar de esa noche. Se sienta y toca. Lo hace con una pasión que se expresa en esos dedos moviéndose como autómatas, traccionados por una pulsión supraterrenal. La reconocida pianista argentina desanda como pocas los vericuetos de la música clásica. Es un auténtico torbellino. Arriba del escenario y también debajo. Bloody Daughter, ópera prima de su hija menor, Stéphanie Argerich, que tiene su última pasada en el Bafici esta tarde, explora las aristas más personales de la artista: una vida cotidiana de naturaleza errante, la imposibilidad de anclarse geográfica y emocionalmente, y por sobre todo, la relación con sus tres hijas.
“Había intentado hacer la película hace casi quince años, pero no estaba lista. Era muy kamikaze. Después volvieron las ganas cuando nació mi primer hijo. Era un momento muy interesante para hacerla porque sentía como una urgencia de la vida, que existían cosas que no había que esperarlas”, asegura la documentalista ante Página/12.
“Llevo el apellido de mi madre”, reza su voz en off al comienzo del film, estableciendo ya de entrada las coordenadas de lo que vendrá. Stéphanie sigue a su madre por gran parte del mundo, siempre con su cámara a cuestas, para hurgar en sus pensamientos y sensaciones. Objetivo por demás complejo, claro. Al fin y al cabo, se trata de una mujer que tuvo tres hijas con tres hombres distintos, e incluso abandonó a la mayor durante años. “Cuando era joven era como un animal salvaje. Tuvo una hija que no esperaba y no entendió lo que pasaba. Le llevó años abrir algo en ella y ser madre”, dirá Argerich hija durante la entrevista. Pero la cosa tampoco ha sido fácil por el otro lado genealógico. Su padre, el pianista y director de orquesta estadounidense radicado en Londres Stephen Kovacevich, cuya aparición en el film es pequeña pero fundamental, tuvo cuatro hijos con tres mujeres. Así, Bloody Daughter oscila entre ambos universos, convirtiéndose en una reflexión sobre la familia y las complejidades inherentes a ella antes que sobre las particularidades de quienes la componen.
–¿Qué veía de interesante en su madre?
–Lo que ve mucha gente: es un personaje. Siempre me fascinó que pareciera alguien escapada de una película y no una persona real. Su pelo y su cara me gustaban de manera muy directa. También la multiplicidad de personalidades que tiene: la mujer potente que está en el escenario, pero también la que se mueve en un ambiente muy frágil y necesita ser contenida. Y sentí ganas de dar testimonio de todo eso, mirándola y escuchándola.
–¿Tenía una idea previa del film o surgió en la sala de montaje?
–Había escrito unas líneas de guión cuando estaba embarazada. Sabía que empezaría con la escena del parto, que abordaría algunas temáticas particulares y que tendría una voz en off que narrara. El resto sí se cambió y se reinventó en el montaje. Ahí traté de olvidarme de todo lo anterior y abordar el material que tenía. Me ayudó mucho tener a mis productores detrás y algunos deadlines a respetar. Si no todavía estaría filmando. Aunque hice algunas escenas durante el montaje porque sentía que faltaban algunas cosas importantes.
–Martha Argerich es bastante renuente a dar entrevistas. Más allá de que usted sea su hija, ¿cómo logró semejante grado de intimidad frente a una cámara?
–Mi madre suele tener reacciones complicadas con la prensa. No es exhibicionista, para nada. A mí me decía que no le gustaba ni quería ser filmada, pero no le creía demasiado. Se generó mucho de juego porque ella tenía toda mi atención y en cierta forma le gustaba. Es verdad que a veces estaba cansada, pero yo sentía cuándo había que cortar o insistir si había momentos interesantes. No hubo problemas en general; fue todo muy natural.
–¿Descubrió algún aspecto de su madre durante el rodaje o el film refleja cuestiones que usted ya conocía?
–No diría que descubrí cosas porque siempre tuvimos una relación muy cercana. Yo la conozco muy bien. Sí es verdad que aquí hablamos mucho más profundamente que en la vida cotidiana. Lo interesante fue tratar de verla con otros ojos durante el montaje. Ahí tenés que tratar de que el personaje se parezca a esa persona que conocés. Recién ahí te das cuenta que estás construyendo una criatura a la que si le sacás alguna cosa le cambiás la forma. Fue muy complicado tratar de encontrar un equilibrio que me pareciera honesto y justo con ella. Lo bueno es que el montajista tenía una sensibilidad parecida a la mía: qué pasa en una escena, qué dice de ella, cuál poner o dejar.
–En un momento del film usted dice que es “la hija de una diosa”. ¿Cómo se vive con eso?
–De varias maneras. En cierta forma es muy complicado identificarse ante una mujer tan potente porque ya sabés que es muy difícil llegar a su altura. Y es un poco deprimente: la meta de los hijos es, en general, tratar de superar a sus padres. Pero también es positivo, porque ves a alguien que hace algo que le encanta con muchísima pasión, y lo hace muy bien. Eso da placer y vitalidad, y en cierta forma es un alimento espiritual. Es una mezcla importante de muchas cosas.
–La primera escena la muestra a usted durante el nacimiento de su hijo. ¿Buscó hacer una película sobre la maternidad antes que sobre Martha Argerich?
–Sí, es lo que me interesaba. Ya hay películas sobre ella y estoy contenta con eso, porque no tenía motivos para hacer algo parecido. Quería abordar sus relaciones y cómo una mujer artista hace para llevarlas adelante. Al mismo tiempo es un asunto muy universal; todas las mujeres pueden identificarse. Quizá suene pretencioso, pero quería que fuera así, que la vieran como a una mujer.
–¿El hecho de ser madre le permitió comprender a la suya?
–Sí, cuando tenía 20 años era mucho más crítica con su forma de vivir. Pero después vi la complejidad de la maternidad, entonces pensé: “Bueno, ella tuvo tres hijas, no salió todo bien, pero no lo hizo tan mal”. Es muy difícil. Claro, yo no tuve una madre que me llevara a la escuela o me hiciera las tostadas, pero nunca me faltó amor. Es un vínculo muy sólido en el sentido emocional. Que no es el caso de mi hermana mayor. Quizá conmigo fue distinto porque soy la tercera y ya había aprendido a ser madre. Mucha gente cree que cuando tenés un hijo, listo, sos mamá. Pero no es así, a muchas les cuesta más tiempo. Cuando era joven era como un animal salvaje. Tuvo una hija que no esperaba y no entendió lo que pasaba. Le llevó años abrir algo en ella y ser madre.
–¿Fue complicado abordar el tema de su hermana mayor?
–Sí, es algo de lo que no hablamos mucho. Había hecho una entrevista con las dos en un tren en Japón que finalmente no quedó porque no se entendía muy bien qué decían, y creo que era la segunda vez que hablaban juntas de eso. Fui como una mediadora de algo difícil. Y, como se ve en la película, no es fácil obtener respuestas. Traté de ir lo más profundo que pude, pero igual hay un misterio que ni mi madre entiende. Ni siquiera ella sabe qué le pasó. Quizás en algunos años podamos entender un poco más. Se podría hacer una película entera sobre esa historia.
–Ahora se define como “mediadora”, y durante el estreno en el Festival de Roma dijo que no buscó hacer una rendición de cuentas, sino un “intento de reconciliación”.
–Sí, totalmente. Si hubiera hecho la película a los 18 años seguramente habría más enojo y rabia. Pero ahora estoy en otra etapa de mi vida. Tengo una familia muy dispersa, y al final me di cuenta de que la película en cierta forma la reúne. Siempre estuve celosa de esas historias que tienen a toda la familia sentada a una mesa, porque yo nunca tuve eso. Fue una cuestión de mirarse honestamente de frente y hablar de cosas que son un poco difíciles.
–La película establece un contraste entre el mundo ordenado y eminentemente masculino de su padre (tiene otros tres hijos) y el femenino y arremolinado de su madre. ¿Pensó en reflejar esa contraposición?
–Sí. Mi padre es complicado porque, si bien tuvo hijos, nunca vivió con ellos. Es un hombre al que no le gusta estar con hombres. El lugar de ellos en esa familia es todo un tema porque es casi como un patriarcado. Fue difícil encontrar el rol de mi padre en mi vida, y también en la película. Mi madre atrae mucho la atención del público y muy pocos me preguntan por el rol de mi padre.
–Si bien Kovacevich tiene una presencia más breve, el título original (Bloody Daughter) nace de un término usado por él. La traducción que se hace en el film es “hija maldita”, pero también podría significar “hija de sangre”. ¿Tuvo en cuenta esa doble acepción?
–Claro. Muchas veces pensé en cambiarlo, pero me gustan los títulos abiertos y con varias interpretaciones. Además va con el tono de la película: se hablan de cosas que duelen, pero también uno se ríe. Yo soy la “bloody daughter” del título, pero también es mi hermana mayor. La cuestión de la sangre se relaciona con las cosas que los padres transmiten o no. Me parecía que el título se prestaba a todo eso.
–¿Cambió la relación con su madre después de la película?
–Es un poco reciente para saberlo, pero creo que es más relajada. Es cierto que cuando la veo ya no tengo que pensar en filmarla ni en las cosas que me estoy perdiendo. Ya está. Además siento que mejoró las cosas con mi padre. Mi hermana mayor también está contenta porque de cierto modo le da un reconocimiento como hija.
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