CINE › GASPAR SCHEUER HABLA DE SU SEGUNDO LARGOMETRAJE, SAMURáI, QUE SE ESTRENARá EL JUEVES
Al director de El desierto negro le llamó la atención la coincidencia temporal entre el fin de los guerreros japoneses, la guerra de la Triple Alianza y la “agonía de lo gauchesco”. E imaginó en su film el cruce de dos culturas diferentes, pero con similitudes.
› Por Oscar Ranzani
El cineasta Gaspar Scheuer tiene un gusto muy marcado por el western, que quedó evidenciado en su ópera prima El desierto negro. También por la vida al aire libre, el mundo rural (vivió en el campo hasta los 18 años y actualmente tiene 41), y sobre todo por la historia, pero no al estilo de lo relatado por los manuales escolares. Justamente, el germen de su segundo largometraje, Samurái –que se estrenará el próximo jueves–, lo encontró en una enciclopedia: leyó que alrededor de 1860 el emperador japonés había decretado el fin de la era samurái. Era la época en que por el lado del Cono Sur se producía una “agonía de lo gauchesco”, según define el propio realizador. Y era también el momento de la Triple Alianza contra el Paraguay que, de alguna manera, “respondía a todo un contexto internacional que tenía que ver con el conflicto entre lo viejo y lo que representaba un nuevo orden de cosas”, explica Scheuer. Al ver que eran tan similares los momentos históricos en dos geografías tan distintas, Scheuer reflexionó sobre el asunto y comprendió que esa combinación bien podía ser el punto de partida de su segundo largometraje.
Y así fue. Protagonizada por el debutante Nicolás Nakayama y el experimentado Alejandro Awada, Samurái está ambientada a fines del siglo XIX, muy lejos de Japón: en el territorio gauchesco. Una familia de inmigrantes del país asiático se asienta en el interior argentino. El grupo se exilia cuando en Japón se produce la restauración imperial. El joven Takeo (Nakayama) malinterpreta las palabras de su abuelo moribundo y entiende que su misión es encontrar al último samurái, Saigo Takamori, que fue un héroe y que, según el mito del anciano, está vivo en la Argentina con el objetivo de reagrupar sus fuerzas y retornar a su país para reinstalar el viejo orden. Takeo decide seguir adelante, pese a la negativa de sus padres. En la búsqueda, entenderá que hubo un error de su abuelo, pero conocerá a Poncho Negro (Awada), un combatiente de la Guerra del Paraguay, que se cruzará en su camino. Entonces, se producirá un cruce entre dos culturas y una vivencia de sensaciones compartidas que tienen cosas en común y no sólo diferencias.
–Samurái continúa con el abordaje del universo gauchesco que había mostrado en El de-sierto negro, al que ahora le suma la tradición milenaria japonesa. ¿Cree que existe una similitud entre la cultura gauchesca y la samurái?
–Son dos culturas geográficamente muy distantes que tienen muchísimas cosas que las diferencian. Justamente, lo samurái tiene un énfasis muy marcado en la ética, la lealtad, y en lo gauchesco vemos que hay una valoración de la picardía, de la astucia, que sería otro tipo de atributos. En los dos juega un papel fundamental el coraje. Eso me parece que los acerca. También la exaltación del hombre que no tiene apego en defender la vida de por sí. Si llega el momento y hay una ocasión en la cual hay que poner la vida en juego por una causa, el hombre no tiene ni qué dudar. En ese sentido, están bastante emparentadas. Pero más que estas similitudes y diferencias, lo que más me llamó la atención y lo que más tiene que ver con la película es esta correspondencia histórica del rol que ocupa como cultura de lo viejo, que se aferra a lo tradicional, y que en ese momento histórico, tanto acá como allá, siente la presión del progreso y de la civilización que la va desplazando, prohibiéndola e incluso aniquilándola.
–¿La película busca contraponer, como sucedió históricamente, el progreso con la tradición?
–Más que buscar contraponerlos, creo que justamente son dos maneras muy claras de entender lo que puede ser el rumbo de una comunidad. En la película están en juego en diferentes niveles y escalas: según el rol, cada uno enfrenta eso. Y más allá de ese momento de fines del siglo XIX, es algo bastante actual y que está en permanente conflicto en una sociedad: cuánto aceptar y asimilar de lo que viene de afuera y cuánto resignar de lo propio en ese cambio hacia algo nuevo.
–Su mirada no toma partido por ninguno de los dos, sino que los presenta y los expone, ¿no?
–La película intenta revalorizar cierto concepto de tradición sin que esto implique una mirada reaccionaria o retrógrada. Me parece que para generar mejoras en una sociedad, para trabajar por un desarrollo común y para no perderse el tren de la historia, no necesariamente hay que despreciar lo propio o lo aprendido. Es imposible tener un pensamiento político que no pertenezca a una tradición. Todos, desde el más conservador hasta el más revolucionario, tienen su propia tradición y es parte de su tarea conocerla y trabajar sobre ella.
–¿Trabajó la historia desde un aspecto mítico?
–Sí, había como una similitud entre esta figura de Saigo como un guerrero mítico y, a partir del rumor de su muerte, su figura se agiganta entre sus defensores, entre los que lo apoyan y lo esperan. Esto es algo que se repite bastante en la historia. Con la desaparición de un líder, de una figura que representa una esperanza o algo a lo que aferrarse, esa figura muchas veces se acrecienta. Y era muy común también en esa época donde no teníamos la foto concreta como ahora. Incluso hoy en día si no estuviera filmado el momento en que entraron a donde estaba Bin Laden o el momento en que encontraron a Saddam Hussein, siempre estaría la amenaza o la sospecha de qué pudo haber pasado en realidad.
–Aun así hay sospechas...
–Es cierto. Así que en esa época me imagino que más. Con esto ¿qué quiero decir? No es que a mí me interese revalorizar de por sí la figura de cualquier líder muerto porque se lo mitifique, pero en la película la búsqueda de ese personaje mítico es lo que moviliza a Takeo a abandonar su casa. Y salir de ella y entrar a caminar los caminos de la Argentina lo hace a él no encontrar a Saigo sino encontrar a la Argentina, y conocer esa nueva tierra en la que está viviendo. También le permite conocer los hombres que la habitan, trabajar en esa tierra, amar a una mujer de esa tierra, ser explotado por un terrateniente de esa tierra. Es una síntesis, que no es el camino del abuelo que podemos intuir que sí representaba un pasado que ya no tenía posibilidades de desarrollar en la Argentina, pero un poco la figura del padre, que era más borrón y cuenta nueva. Que parecía camuflarse y decir: “Tenemos que hacer como si fuéramos gauchos”. El camino de Takeo es hacer esa síntesis.
–Es una película que también reflexiona sobre el valor de la identidad, ¿no?
–Sí, en el personaje de Takeo hay un poco de esa búsqueda: salir a recorrer el país que está viviendo le hace preguntarse qué está haciendo ahí y qué sentido tiene estar ahí.
–Es también un viaje de iniciación para él...
–Absolutamente. Y en ese sentido, un tema de la película tiene que ver con la relación maestro-alumno. La relación entre Takeo y Poncho Negro es de amistad y también una en la que los dos enseñan y aprenden.
–Justamente, cuando se habla de samuráis y gauchos puede pensarse en una historia de guerra, pero la película es más bien sobre una amistad.
–Me gusta mucho pensar que es una película sobre la amistad. Por momentos parece que uno se está aprovechando del otro o que está en riesgo que uno saque provecho de su mayor astucia sobre el otro, sin embargo para los dos la relación que construyen es provechosa y enriquecedora.
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