Viernes, 7 de junio de 2013 | Hoy
CINE › MERCEDES SOSA, LA VOZ DE LATINOAMERICA, DIRIGIDA POR RODRIGO VILA
Sobre una idea de Fabián Matus, hijo y manager de la Negra Sosa, Vila esculpió un documental en el que caben no sólo la inmensidad de sus canciones, sino también la soledad, la fragilidad y el dolor de su vida difícil.
Por Cristian Vitale
Ella canta y todos quedan impávidos. Inmóviles. Ella habla, y cuenta que una vez su madre le tocó el hombro sin estar, como si quisiera darle el último adiós, mientras ella cantaba la frase indicada. “Estaba sola yo, y sentí que atrás había alguien... y me doy la vuelta, así, y no había nadie. Y bueno, al otro día me cuentan que mi mamá había caído en un coma”, dice ella. La versión de “Vidala de la soledad” que sigue a la secuencia no sólo explica el momento, sino que lo doblega mediante una profundidad emocional difícil de alcanzar, a menos que se trate de ella, claro... de Mercedes Sosa. La toma inicial del documental La voz de Latinoamérica hubiese bastado en sí misma para que aquel registro, aquel poder, aquel peso caiga con toda su especificidad, de una vez y en un puñado de eternos minutos, pero el logro de sus hacedores (Fabián Matus, su hijo, y Rodrigo Vila, director) fue sostener tal tensión, reproducirla durante casi dos horas, a través de pasajes de similar magnitud. Similar, pero no igual, porque en esa vidala inmune al paso del tiempo se trasluce ideal lo que Vila y Matus no quisieron soslayar: la soledad, la fragilidad, el dolor, lo vulnerable de Mercedes, su difícil vida, porque el devenir va y vuelve en torno a tal momento. Lo recuerda. Lo estructura. Lo retorna en su eje. Lo resignifica a través de su canto, sus pensamientos, sus recuerdos. Lo traduce en una sensación que su amigo y psiquiatra, Juan David Nasio, traduce como “el alarido ancestral del subconsciente”.
De aquí parte el todo. De una vidala que la determina, tal vez más acabadamente que otras versiones que –paradojas de la vida– trascendieron mejor la prueba de la historia, o las fronteras (“Gracias a la vida”, “Canción con todos”, “Volver a los 17”, “Como un pájaro libre”, “Dueño antiguo de las flechas” o “Cuando tenga la tierra”). La define en sí, al cabo, y conforma un hilo emocional, una estructura de sentimiento que se resignifica en otros momentos clave: la vez que Pablo Milanés, en medio de un recital y sin previo aviso, le hace cantar una versión de “Años”, desde su butaca, en un momento difícil para su vida (había estado un año sin cantar en público); el archivo fotográfico y fílmico que “desclasifica” la familia Pons, responsable de albergarla en París durante el exilio, que la muestra cenando junto a Atahualpa Yupanqui, Astor Piazzolla y Jairo, y, lo que es más, visitando una versión de “Los mareados”, con el acompañamiento estelar del gran Astor en percusión casera; el estallido de Abril en Managua; el recital que dio en el Teatro Opera en febrero de 1982, durante la última dictadura militar; los siete whiskies que se tomaba por noche después del abandono de Oscar Matus; la “patriada” de Jorge Cafrune cuando la presentó en el Cosquín ’65, sabiéndola censurada por la comisión; la carta-amenaza original que le manda la Triple A en 1975; su rechazo a reunirse con Isabel Martínez y la ironía: “Ella debe estar ocupada en asuntos importantes”, o textuales propios, que la vuelven hacia atrás en el vaivén de la vida y a la vez explican su jugado destino: “Nos producía mucha angustia el hambre y verla sufrir a mamá. (Ella) nos llevaba al Parque 9 de Julio, para que no sintiéramos olor a comida, porque nos moríamos de hambre a la noche”.
Fragmentos que delatan a Mercedes vista por sí misma, a través de sus circunstancias. Tal revelación configura el principal eje narrativo del documental, pero a su vez hay una otredad que la completa. Una apropiación que hace cada quien: León Gieco, cuando dice que ella es como “nuestra Mick Jagger, nuestra Paul McCartney, nuestros Rolling Stones y nuestros Beatles juntos”, o Víctor Heredia, que va al input: “Si hubiera que pintar América, que retratar América, tendría el rostro de Mercedes”. O Chico Buarque, pensándola como un símbolo de libertad. Un universo de testimonios que se extiende a sus hermanos Cacho y Chichi Sosa, cuya charla íntima con Matus en una casa austera de San Miguel de Tucumán –empanadas y vino mediante– ubica a Mercedes en un marco espacial pocas veces visto. Y así, un derrotero de miradas que también contempla las de Teresa Parodi, Pablo Milanés, David Byrne, Milton Nascimento, René Pérez, Isabel Parra, Charly García, Abel Pintos o Julio Bocca, y podría haber contemplado las de Silvio Rodríguez –que sólo aparece en una charla durante el primer viaje de Mercedes a Cuba, en 1974–, Luis Alberto Spinetta o Caetano Veloso.
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