CINE › EL HOMBRE DE ACERO, CON DIRECCION DE ZACK SNYDER
Un apabullante diseño de producción, fotografía, montaje y tecnología en 3D deja de lado lo que era importante: la historia, los personajes, la aventura y el humor. Esta versión replica un tópico muy frecuentado últimamente: la pretendida vuelta al origen.
Superman venía de capa caída. Batman, en cambio, desplegó las alas a más no poder desde que Christopher Nolan lo reinició, a mediados de la década pasada, en su triple carácter de director, coproductor y coguionista, rubro compartido con David Goyer. Después del fracasón de Bryan Singer con Superman regresa, la gente de la Warner, propietaria de los derechos de DC Comics, hizo la fácil: puso la nueva Superman en manos del equipo integrado por Nolan, Goyer & Cía. Pero el realizador británico prefirió reservarse el papel de coproductor y autor de la idea original, dejando el guión enteramente en manos de Goyer y derivando la dirección a Zack Snyder, todo un especialista en fantasías digitales, después de películas como 300, Watchmen y Sucker Punch. Carácter que El hombre de acero eleva a la enésima potencia, desplegando un apabullante diseño de producción, dirección de arte, fotografía, montaje y tecnología digital en 3D. ¿Y la historia, los personajes, la aventura, el humor? Bien, gracias. No importa: al público le va a encantar (en Estados Unidos se estrena mañana) y Superman volverá a despegar, como su amigo alado unos años atrás.
La idea original de Nolan replica no sólo la de Batman inicia, sino la de nueve de cada diez franquicias recientes: la vuelta al origen. En una Krypton que combina el futurismo y la zoología fantástica con una suerte de art decó espacial, Jor-El (Russell Crowe) y su esposa Lara (la israelí Ayelet Zurer) depositan al bebote Kal-El en su nave-cunita, despachándolo en dirección a la Tierra, donde parecería haber seres inteligentes. Producto de la sobreexplotación de los recursos naturales por parte de sus clases dirigentes (ah, el comentario de actualidad...), Krypton está por estallar. Científico humanista, capaz de desafiar la norma de natalidad programada, Jor-El tuvo tiempo de hacerse con cierto Códice que alberga la clave de ese procedimiento genético. Códice con el que el general Zod (Michael Shannon) quiere hacerse, sabe Dios con qué perversas intenciones. Detenidos por las autoridades y acusados de traición, Zod y los suyos son enviados a la misma “Zona fantasma” a la que se aludía al comienzo de la Superman de 1978. Mientras tanto, en la Tierra...
En la Tierra, un Clark Kent veinteañero tiene algunos problemas de identidad, vive junto a sus padres adoptivos (Diane Lane y Kevin Costner) en una granja de Smalville, trabaja de grumete en un buque pesquero e ignora quién es y de dónde vino. Hasta que eso de andar deteniendo plataformas petroleras que se vienen abajo o dejar camiones hechos un nudo, empieza a llamar un poquito la atención. La atención de cierta periodista curiosa, llamada Luisa Lane. Mientras tanto... Zod y su gente se han desfrizado en algún punto del espacio, viniendo en busca del hijo del odiado Jor-El, en la suposición de que el padre le habrá legado el Códice que les permitiría restaurar el imperio de Krypton en la Tierra. Y la Nasa y el ejército comienzan a prestarle atención a las notas de The Daily Planet sobre cierto extraterrestre forzudo de Kansas. Y Jor-El se las arregla para aparecer después de muerto, tipo padre de Hamlet, para tener dos o tres charlas filosóficas con el príncipe de Dina... del Oeste Medio.
Esa seriedad forzada que Ru-ssell Crowe representa mejor que nadie la marca al agua del auteur de El origen. Hay un bonito guiño pasada la hora y media (el pequeño Clark con capita roja, en un flashback), una graciosa ironía casi llegadas las dos horas (“Nadie más americano que yo”, argumenta el Hombre de Acero a las autoridades, convencidas de que es un alien), un chiste pasadas las dos horas y eso es todo en términos de humor. Si hay alguien que carezca de sensibilidad pop, ése es Mr. Nolan. Durante el primer tercio de película, Snyder acumula un acontecimiento tras otro, a cual más espectacular, sin transiciones ni tiempos débiles, de esos que permiten construir un relato.
Durante toda la hora final, lo que hace el director es tirar abajo Metrópolis entera (rascacielos, monumentos, ventanales, paredes, autos, todo) con una fruición que no se veía desde la última Transformers y que convierte a ese lapso en la mayor ceremonia de demolición de la historia del cine. Quien disfrute de los rompecoches tal vez la pase bien. Aunque aquellos coches de los ’70 se rompían en serio y acá no se rompe nada, porque todo es virtual. El británico Henry Cavill, patovica a cargo del protagónico, parece el primo inglés de Brandon Routh, vilipendiado protagonista de Superman regresa: no hay un solo plano en el que su rostro, su cuerpo o su capa digan algo. Exactamente lo contrario sucede con la gran Amy Adams, a quien en un aislado rapto de inspiración a alguien se le ocurrió darle el papel de Luisa Lane. Amy está aquí más Amy que nunca, y eso quiere decir no sólo que ilumina cada plano de este film sin alma, sino que nos recuerda, perdida en un planeta alien llamado El hombre de acero, que alguna vez existió en la Tierra una cosa conocida como ser humano.
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