CINE › LA CACERIA, DE THOMAS VINTERBERG, CON MADS MIKKELSEN
Si hay algo que no se le puede cuestionar a La cacería, el film más reciente del danés Thomas Vinterberg (un realizador que desde su temprana asociación con el ya fenecido Dogma 95 viene unido a la controversia) es el estupendo trabajo de su protagonista, Mads Mikkelsen, premiado en el Festival de Cannes del año pasado como mejor actor. Es él quien carga casi con todo el peso de la película, asumiendo un personaje sumamente difícil, una figura que nunca llega a ser trágica, pero que lleva sobre sus hombros el que quizás sea uno de los motores más viejos y potentes del repertorio dramático: la injusticia.
Asociado generalmente con personajes fuertes o directamente con villanos –desde sus protagónicos con Nicolas Winding Refen (antes de ser reemplazado por Ryan Gosling) en Pusher II y Valhalla Rising hasta el siniestro Le Chiffre de Casino Royale–, Mikkelsen se viste aquí con la piel de cordero. Hombre tímido, atento, reservado, Lucas (y su nombre no parece haber sido elegido al azar) es el único maestro hombre de un pequeño jardín de infantes de una idílica localidad danesa de provincia. Vuelve a su tierra de origen desde otra ciudad, dejando atrás lo que se intuye un doloroso divorcio (donde está en juego la custodia de su hijo), pero no tarda en ganarse el aprecio y el respeto de la comunidad. Nadie es querido por los niños en ese kindergarten como él. Hasta que el diablo mete la cola...
Basta un equívoco entre él y una niña, una palabra de más, una fantasía o una tergiversación de la realidad para que el mundo se le caiga encima a Lucas, de un solo golpe. Sin otra prueba que la ambigua declaración de la nena, la palabra “pedófilo” comienza a correr como un reguero de pólvora por todas y cada una de las casas de ese pueblito paradisíaco, que no tarda en convertirse en un infierno sobre la Tierra. Y Lucas –el mismo nombre del apóstol asociado con la idea del sacrificio y con la figura del ternero– se convierte en el blanco móvil de esa cacería de la que habla el título del film.
Un poco a la manera de la tensión creciente que iba construyendo en La celebración (1998), que sigue siendo su película más recordada, Vinterberg va presionando cada vez más no sólo a su personaje sino también al espectador, en la medida en que el espectador es en La cacería su único aliado, el único que sabe de su inocencia. Del otro lado está tanto la rápida, casi automática censura de las instituciones como la condena ciega de todos los padres. Y la espiral de violencia irá creciendo alrededor de Lucas, que se resiste a irse del pueblo, porque significaría admitir la culpabilidad de un acto del que él se sabe inocente.
Desde su lanzamiento en Cannes, hace ya un año, mucho se ha repetido cierta analogía entre La cacería y El hombre equivocado (1956), uno de los films más oscuros y complejos de Alfred Hitchcock. Pero más allá de que las comparaciones siempre son odiosas (y en este caso exageradas), el tema del falso culpable siempre asumió en Hitchcock dimensiones casi metafísicas. Por el contrario, en la película de Vinterberg, a pesar de sus citas bíblicas (La cacería tiene incluso su escena culminante en una iglesia) parece primar en cambio la preocupación estrictamente social, el cuestionamiento a una sociedad siempre bien dispuesta a vigilar y castigar, a unas familias en apariencia modelo pero capaces de convertirse en una turba ávida de violencia y linchamientos, simbólicos e incluso literales.
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