Miércoles, 21 de junio de 2006 | Hoy
CINE › EL DIRECTOR LAURENCE DUNMORE HABLA DE “EL LIBERTINO”
Proveniente del diseño gráfico y la publicidad, Dunmore debuta nada menos que con Johnny Depp en el protagónico de una película de época sobre un cortesano excedido en el vino y el sexo. ¿Qué dice sobre nuestro tiempo una historia ambientada en el 1660?, se pregunta este estreno de mañana.
Por Julián Gorodischer
Johnny Depp quedó fascinado con la figura de John Wilmot, Conde de Rochester, después de ver una puesta teatral de Broadway. Se enamoró de ese confidente del rey, liberal para el 1600, autodefinido como “el hombre más salvaje, más fantástico y más extraño aún vivo”. Así fue la génesis de El libertino, que se estrena mañana: nació a iniciativa de un actor fascinado con un cortesano de hace cuatro siglos que resultaba afín a su saga de seductores compulsivos (en Don Juan De Marco, en Piratas del Caribe) y también a sus freaks (Ed Wood, El joven Manos de Tijera), como si por primera vez se fusionaran los dos perfiles que acapararon su tiempo y sus películas, pero en forma alternada. El Conde de Rochester lo tenía todo a la vez: seductor compulsivo que defendió una libertad sensual para romper con una tradición monárquico-monástica; con una muerte joven, a los 33, consumido por una venérea que le impidió plasmar su talento para la poesía. Si la tensión clásica desde la Antigüedad hasta Truman Capote indica esa polaridad entre el placer social y la vocación del escritor/pensador, al Conde lo devoró la parranda.
Depp seleccionó a John Malkovich para el papel del rey Carlos II. Y el rey sugirió a Laurence Dunmore para dirigirla, al que conocía del mundo de la publicidad. “Sólo unos pocos grandes –agradece Dunmore, en la entrevista telefónica con Página/12– confían en un diseñador gráfico con experiencia sólo en publicidad y videoclips para dirigir a los mejores actores del mundo (léase John Malkovich, Johnny Depp y Samantha Morton, la mujer en discordia). ¿Cómo volver sobre una época 400 años después, y no limitarse a la reproducción de decorados y vestidos suntuosos? Algo de todo eso hay en El libertino porque Dunmore es un clásico que no aggiornó su argumento con canciones pop al modo radical de Sofia Coppola (con Marie Antoniette) o Baz Luhrmann (con Romeo y Julieta).
–Quiero transportar a la audiencia a un período de tiempo, pero no basta con cambiarles el fondo, el vestuario y la escenografía. Quise hacerles comprender una manera diferente de mirar el mundo. La intención era que pudieran vivir por unas horas en el siglo XVII. El objetivo final era demostrar que no eran tan distintos a nosotros.
Compensó con la osadía del contenido: la historia de un libertino entregado al alcohol y al sexo: Wilmot traicionó a su confidente y protector, el propio rey, por una mujer. Dunmore quedó fascinado por la historia de una ciudad, Londres de la Restauración (1660), recién acostumbrada a cierta libertad sexual, a una proliferación de artes y ciencias que disputaban la hegemonía a la religión, sintetizada en un solo hombre afecto a escapadas sexuales, víctima de la sífilis, que faltaba el respeto a la autoridad monárquica.
–¿Cómo define su vigencia?
–Está en la naturaleza de la grandeza a lo largo del tiempo, antes en escritores, poetas, luego en estrellas de rock, expresar una forma de la autodestrucción que –en muchos casos– los lleva a morir jóvenes. Esa característica tiene un alto potencial dramático, un interés que se ve renovado y alimenta nuevas narraciones. Me interesan esas vidas que se destacan de la media y parecen arder más intensamente. Pueden brillar más que otras.
–¿Por qué ésta impactó tanto en usted?
–Es que yo soy alguien muy diferente de la figura de John Wilmot; soy alguien que necesita trabajar muy duro para lograr resultados. Quise mostrar cómo la creatividad puede tomar distintas formas para expresarse: cómo lo que para algunos es pura inspiración, para otros es el esfuerzo a través del tiempo.
Con una puesta sobria, maquillajes y vestuarios poco vistosos, la búsqueda de una iluminación natural a base de luz de vela, decorados naturales y planos cortos, Dunmore intentó que la sensualidad de su Conde se expresara no en la escena de alcoba o en la figura de Depp sino a través del lirismo del texto, que primero había deslumbrado al actor en teatro. Para autopromoverse, prometió a Depp y a Malkovich acentuar la sutileza, tornar más ambiguas las relaciones del trío protagónico (Depp/Malkovich/Morton) y contaminar cada escena de esa resonante frase con la que Depp abre el film: “Seguramente no les voy a agradar”. Esa inadecuación debía trasladarse a cada diálogo, a la virulencia de ciertas prácticas sexuales, a la falsa intimidad entre rey y apadrinado que en cualquier momento se podía ver dañada. Todo debía quedar impregnado de la tempestuosa personalidad del personaje. “Estaba apasionado por su vida y su trabajo –describe Dunmore–. Siempre, para mí, Johnny fue la primera y casi única opción para interpretar el papel. Estas cosas suceden unas pocas veces en la historia del cine: papeles atados a personajes.” Como un sosia o un alter ego vio el director a Depp, asociado a esa “vida alternativa” ligada al arrebato de pasión, por oposición al standard. Si cada actor conlleva un marketing, Depp es el Conde de Rochester. “Una vida marcada por el sexo y el alcohol –sigue Dunmore sobre el personaje–, excesiva, que escandaliza a su época y se enfrenta a los postulados de cómo hay que vivir.” Y sobre Depp, su definición no es tan distinta: “Tiene una facilidad especial para este tipo de papeles; es el más talentoso de su generación. Me enseñó que, independientemente de qué posición profesional o social se tenga, hay que dejar en la obra lo mejor de uno mismo”.
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