Sábado, 15 de junio de 2013 | Hoy
CINE › HECTOR ALTERIO VOLVIO A TRABAJAR EN UN FILM ARGENTINO
La semana pasada, el actor terminó de rodar su participación en Fermín, la película, de Hernán Findling y Oliver Kolker, tras diez años lejos de los sets locales. “Extraño en muchas dimensiones”, asegura, aunque ya está habituado a ir y venir de España.
Es un actor de raza, y el brillo de sus interpretaciones es conocido y disfrutado tanto en la Argentina como en España. Nacido el 21 de septiembre de 1929, a los 83 años Héctor Alterio mantiene una vitalidad a prueba del paso del tiempo. Es también una especie de gran amuleto: participó en cuatro de los cinco largometrajes argentinos nominados al Oscar: La tregua, Camila, El hijo de la novia y La historia oficial. Y aunque no es amante de los premios ni de los homenajes, cuando el film de Puenzo obtuvo la primera estatuilla dorada de la Academia de Hollywood para el cine argentino, Alterio lo vivió de manera diferente, no sólo por la temática que abordaba la película. “No me sentí actor, sino un ciudadano argentino que le estaba mostrando al mundo lo que ocurrió para que todos tengan conciencia y la memoria no les falle”, expresa el actor, que retornó a Buenos Aires para participar en otro film argentino, después de una ausencia de casi diez años en los sets locales. La semana pasada terminó de rodar su participación en Fermín, la película, de Hernán Findling y Oliver Kolker.
En el film, Alterio es Fermín Turdera, un paciente internado en un neuropsiquiátrico desde hace diez años que sólo cuenta con su nieta Eva (Antonella Costa). Fermín tiene ciertas características que son el motivo de la incomprensión de los médicos sobre lo que le pasa. Hasta que el psiquiatra Ezequiel Kaufman (Gastón Pauls) entra a trabajar al hospital como becado, por lo que necesita la presentación de distintos casos clínicos para tener un futuro laboral promisorio. Y el doctor Ezequiel descubre que Fermín sólo se expresa a través de palabras o frases que ha escuchado en tangos. A partir de este descubrimiento, se establecerá una relación simbiótica entre médico y paciente. “Del texto me sedujo que tiene una cierta propuesta amorosa con el tango. Y yo al tango lo vengo mamando desde niño, desde la época de Troilo, del ’40. Tengo en la mente un recuerdo musical que es el bandoneón de Troilo en los bailables de Radio El Mundo los sábados a la tarde”, recuerda Alterio, quien también reconoce que “cuando uno tiene una oferta que viene con un envoltorio que es Buenos Aires, eso moviliza bastante”. “No lo puedo evitar. Sabía que esta propuesta me daba la posibilidad de reencontrarme con Buenos Aires.”
–¿Le gustaba el tango de chiquito?
–Sí, consciente o inconscientemente. Después ya tomé más conciencia en la adultez. La oferta venía con eso. Si bien el personaje que me ofrecieron para interpretar está con un brote psicótico en un hospital psiquiátrico, responde a todo con letras de tango. Esas letras las conozco todas.
–No tuvo que estudiar mucho el libreto, entonces...
–No, no (risas). Es cierto. Todas las letras las decía de corrido. Todavía tengo memoria para eso. Y eso es un atractivo.
–¿Fue una apuesta difícil componer a un paciente de un neuropsiquiátrico?
–Si le digo la verdad, difícil es todo para mí. Lo que pasa es que en el cine hay una gran incógnita para los actores: no sabemos exactamente hasta que la película esté compaginada cómo va a quedar, porque yo puedo hacer una cosa y esa cosa está enmarcada con otras. En el cine hay sonido, luz, recortes, compaginación. Pero yo traté de hacerlo lo más creíble posible. Las cosas que uno puede aportar están supeditadas a la decisión final de una compaginación. Además, en este caso, viene con mucho flashback, porque la vida de este personaje está en la época actual con el brote psicótico en el psiquiátrico, pero también se ve su juventud, cuando estaba casado y tuvo un hijo. Lógicamente, ese papel no lo hice yo. Eso va mechado dentro de lo que hice.
–Recién decía del “envoltorio de Buenos Aires”. ¿Llegó a extrañar la ciudad o el ir y venir asiduamente se lo imnpide?
–Es que son muchas etapas, cuarenta años, la mitad de mi vida. Además, he pasado varias épocas. Fui amenazado por la Triple A en 1974 junto con otros compañeros y no decidí por mi cuenta. Tenía un permiso de una semana para ir a San Sebastián a presentar La tregua y ahí me enteré de que estaba amenazado y que me tenía que quedar en España porque no tenía otra alternativa. En ese momento, claro que extrañaba Buenos Aires. La deseaba. Mucho más cuando mi mujer me dijo: “Buscate trabajo porque esto se está poniendo muy duro”. La Triple A actuaba con total impunidad y después que mataron a Ortega Peña, mi mujer se asustó mucho y decidió que no se quedaba. No sólo por eso, sino también porque la dueña del departamento donde vivíamos le había pedido que se fuera. Nosotros teníamos dos criaturas, una de tres años y otra de seis meses. Entonces, ya la cosa se complicaba por otro lado y ella decidió ir a España y ahí nos reunimos. Yo seguía extrañando. Cuando ya la cosa estaba cerrada totalmente y era un sí o sí quedarse, ahí tomé conciencia. No sólo eso, sino que empecé a practicar el acento español, porque sabía que iba para largo. Empecé a conectarme. Como en todas las situaciones de cualquier ser humano, encontrás ayudas. Y las ayudas venían de españoles que no tenían historias conmigo. Eso manifestaba más la generosidad y la espontaneidad de la gente. El que me daba trabajo era español, el que me daba dinero para pagar el alquiler era español, el que me invitaba a su casa a dormir era español. Todo eso conllevaba a que se fuera acentuando mi deseo por volver. Y así durante cuarenta años. Extraño en muchas dimensiones.
–Para hablar de épocas más felices, ¿qué sintió a los 17 años cuando subió por primera vez a un escenario a interpretar a un paisano cebador en la obra Los mirasoles, de Sánchez Gardel?
–Sentí que me mojaba todo, porque al cebar el mate hice un desastre terrible de los nervios (risas). La sensación de la primera vez fue que me sentí solo. Terriblemente solo, sin apoyatura. Se levantó el telón y alcancé a ver todo oscuro. Y tenía que cebar el mate e hice ese desastre, me empapé todo y dije cualquier cosa.
–¿Cuáles eran sus sueños por entonces? ¿Cómo recuerda su decisión de ser actor?
–Veía en el Teatro Astral un número 5 enorme en la marquesina con un motor que daba vueltas. ¿Qué era eso? Eran los cinco años que Luis Sandrini representaba El diablo andaba en los choclos, una función de un éxito inigualable. Esas cosas me embobaban. Mientras tanto, seguía pululando por el Tango Bar, Patio de Tango, El Nacional, que eran los locales donde se producía la oferta de tango. Se presentaban tres orquestas al día, de la una de la tarde a la una de la mañana. Y yo iba allí. Pero mientras tanto veía a Sandrini, a José Marrone, a Luis Arata y a tantos capocómicos de la época. Mi único deseo era que se produjera algo en mí que me posibilitara llegar. Y llegó la oferta de ese mate, porque al ser hijo de napolitanos tenía una cierta relación con entidades que agrupaban a los extranjeros por nacionalidad. Había una entidad llamada Dopo Lavoro (Después del Trabajo) que agrupaba a todos los italianos y ahí se hacía función y un baile una vez por mes. Ese era el entretenimiento que hacía esa entidad. De ahí me llamaron, entonces. Después, no sé por qué, me fueron llamando para otras y otras, y luego de otras sucursales de Dopo Lavoro. Y así fui haciendo todo tipo de cosas.
–Cuando era chico, ¿solía inventar personajes?
–Sí, era el entretenedor del barrio. Me disfrazaba de mendigo, sin llegar a maquillarme. No sé qué actitud ponía en la posición del cuerpo. Sólo tenía como evidencia una mano pidiendo. Y mis amigos se morían de risa cuando cayeron unas monedas. Vi un par de piernas de una mujer y otras de un hombre y cuando tiraron unas monedas me dio una sensación de sorpresa y luego de temor de que se dieran cuenta de que era todo fingido. Antes de que se fueran, salí corriendo. Era la algarabía de mis amigos. Y sí, inventaba cosas. Me gustaba imitar a los cantantes de tango: Florel Ruiz, Alberto Marino, Edmundo Rivero...
–Y muchos años después, ¿cómo les contó usted a sus hijos, Ernesto y Malena, el secreto de la actuación? ¿Fue de dar consejos?
–No, no. Ellos mamaron, como todos. Mamaron de una manera divertida, porque yo iba a hacer giras en España y tenían 5, 6 o 10 años. Cuando estaba la posibilidad, venían a visitar el teatro donde trabajaba y mis compañeros los llevaban a la parte interna del teatro, a los camarines, a los vestuarios donde estaba la ropa. Y se disfrazaban y jugaban a que salían a escena. Fueron absorbiendo mi actividad, mi trabajo, de una manera inconsciente. Hasta que, de pronto, ante la obligación de acceder a la exigencia de los padres para que estudiaran, lo hicieron. En un momento decidieron la carrera que querían. Y entonces no tuve más remedio que aceptarlo. Lo acepté con cierta mala gana.
–Usted ingresó al mundo de la actuación a través del teatro. ¿Qué pasó cuando tuvo su posibilidad en cine? ¿Cambió en algo su manera de vivir la profesión?
–Empecé en el cine bastante tarde, tenía 38 años. En esa época no tenía una idea concreta de cómo se elabora un personaje frente a una cámara. Tenía vicios que diferían totalmente de lo que tiene que ser un actor frente a una cámara. Me equivocaba mucho. Tuve la suerte de que me enseñaran y me orientaran los directores que me tocaban. Lo que pasa es que el cine me dio una trascendencia que no me dio el teatro. Me posibilitó viajar, mientras que el teatro es más reducido en ese aspecto. Y la parte económica es también más importante trabajando en cine.
–Si bien usted es un prestigioso actor de cine, ¿su verdadero amor es el teatro?
–Totalmente. Y cada vez lo confirmo más. En el teatro me siento un poco patrón de mi trabajo. Siento que estoy haciendo algo en lo cual determino el tiempo de las pausas, las intenciones y una cantidad de cosas, sin desmerecer las indicaciones del director. Es como decía Bonavena: cuando te quitan el banquito estás solo. Conscientemente respeto las indicaciones, pero hay cosas que las hago yo, son mías, soy el responsable. Y esa responsabilidad me lleva primero al respeto del público. Siento que es un milagro que haya alguien que no he visto, ni veo ni veré en mi vida nunca, pero ese señor dispuso de su dinero, de su tiempo para sentarse en una butaca y esperar que lo convenza de mi trabajo. Que haga todo ese periplo para que yo haga eso, ese señor me merece el mayor de los respetos. Estoy eternamente agradecido por su generosa espontaneidad.
–¿Qué siente después de tanto años de trayectoria al subir nuevamente a un escenario?
–Muchas cosas. Primero, fantaseo que va a ser mejor que todo lo hecho. Siento que ese momento va a ser el campanazo, que va ser lo más atractivo del mundo. Siento esa vanidad y dejo que se desarrolle. No me molesta para nada, porque forma parte de mi entretenimiento. Todavía siento miedo de olvidarme la letra y todas esas cosas que van yendo y viniendo.
–¿Prefiere los personajes buenos o los villanos?
–Los villanos. Detesto el ternurismo. El ternurismo exacerba o me enerva. Prefiero el que molesta porque me da la posibilidad de divertirme más. Me enriquece y me saca cosas personales que estaban adormecidas.
–Sin embargo, su personaje de El hijo de la novia despertaba ternura y, a la vez, era muy profundo...
–Sí, sí, pero traté en lo posible de quitarle mucho ternurismo porque podía caer fácilmente en eso.
–Una pregunta fuera del mundo de la actuación: ¿cómo se hizo hincha de Chacarita?
–Mi tío, el hermano de mi padre, era arquero de Chacarita. Fue muy famoso en los años ’30 en el amateurismo y después cuando se profesionalizaron. Yo tenía 5, 6 años y me llevaban a la cancha. Viví toda mi infancia y adolescencia en Chacarita. O sea que Chacarita forma parte de mi vida y de toda mi familia.
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