Jueves, 11 de julio de 2013 | Hoy
CINE › CIRQUERA, DOCUMENTAL DE ANDRES HABEGGER Y DIANA RUTKUS
Incentivada por la escritora Hebe Uhart y la historiadora Beatriz Seibel, Rutkus, hija y nieta de gente de circo, recorre junto a la sensible cámara de Habegger la melancólica historia de un mundo nómade y ya casi definitivamente extinguido.
Por Horacio Bernades
“Es una vida a la que intento regresar, aunque ya no existe”, dice en un momento Diana Rutkus, coguionista, codirectora y protagonista de Cirquera. Esa vida es la del circo, que marcó no sólo la suya sino la de todo su árbol familiar y en buena medida también la de varias generaciones de niños, muchos de los cuales hoy somos adultos. “Cómo que no existe”, dirá alguno, argumentando que circos todavía hay. Sí hay, pero son otros. No sólo por la prohibición de presentar animales amaestrados –el otro día salió en Página la noticia de un león que, abandonado por un circo ambulante en una localidad perdida de Santiago del Estero, se devoró a varios terneros de las inmediaciones– sino porque lo que hay ahora son grandes circos internacionales, que en lugar de la pobreza feliz de aquellos de antes son enormes y lucrativas empresas globales, que presentan shows llenos de ostentación y grandeur. Pero no logran evitar accidentes, dicho sea de paso: el otro día también se conoció la noticia de una equilibrista del Cirque du Soleil, que perdió la vida al caerse desde las alturas.
Diana Rutkus es hija y nieta de gente de circo. Melancólica, por lo visto (su expresión no lo desmiente), durante diez años se la pasó investigando fotos familiares, postales, afiches de giras, programas. La escritora Hebe Uhart la incentivó, en un taller de literatura, a convertir aquello en eso. Lo cual no llama la atención, teniendo en cuenta que de los propios recuerdos, en particular los de la infancia, está hecha la obra de Uhart. Rutkus le hizo caso y la historiadora Beatriz Seibel recomendó reconvertir a su vez literatura en historia, sugiriendo ampliar la investigación fuera de los límites de la propia familia. El resultado fue la muestra Familias de circo, que a un centenar de fotos le sumó álbumes con afiches originales, videos y memorabilia varia, todo ello de 1925 en adelante. Faltaba la película y acá está. En ella Rutkus vuelve a ajustar el foco –ahora junto al documentalista Andrés Habegger, con quien la coescribió y codirigió–, volviendo al origen de todo: papá y mamá Rutkus.
“Mi hija dice que tengo 75”, dice mamá, cuya memoria no está diez puntos. El resto sí. Tanto que mamá, de amplia sonrisa, puede permitirse posar y saludar ceremoniosamente, como cuando terminaba algún número de riesgo. Y la memoria alcanza para recordar aquellos tiempos de trapecio y equilibrio sobre una cuerda. Sobre todo, ayudada por las fotos que guarda en casa. Hubo un tiempo en que la casa era rodante, y Diana tiene bellos recuerdos de ese tiempo. Tanto como su hermano actor, junto a quien se emocionan al revisar los álbumes de fotos y recuerdos. “Mirá que linda estaba acá”, se comentan, viendo a la madre posar con el traje de lentejuelas. “Nací nómade”, dice Diana Rutkus en el off, y las fotos la muestran a los cinco, o menos, en alguna gira, disfrutando entre los carromatos, junto a otros hijos de cirqueros. Papá Rutkus es más serio. “Trabajé con perros, gansos, culebras, leones”, enumera. Era domador. Y baterista, además. Ahora le hace asados a la hija, cuando va a visitarlos. Tienen casa “fija” desde hace décadas, pero todavía extrañan la rodante.
Teñida de la sensación de ese mundo que fue y ya no está, Cirquera es una película tan melancólica como la protagonista. En el que posiblemente sea su mejor trabajo cinematográfico a la fecha, Andrés Habegger (realizador de (H) Historias cotidianas e Imagen final, entre otras) deja que los planos se sucedan, sencillos, íntimos y sin apuro, entre charlas, recordaciones y algunos encuadres como los que muestran la vieja casa rodante de los abuelos. Con ella los padres de Diana Rutkus no saben bien qué hacer. Por ahora está quieta, ahí, al fondo de un patio. Por ahora o para siempre. Por esos planos pasa el tiempo. O, mejor dicho, el tiempo ya pasó. El tiempo de perros que bailan y payasos que se dan cachetazos, el tiempo de aserrín y carpas con parches, de leones viejos que todavía rugen, de gente nómade y solitaria, de niños de circo que cuando crecen se ponen a revisar las viejas fotos, intentando regresar a una vida que ya no existe.
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