Mar 13.08.2013
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CINE › EL FESTIVAL DEL FILM LOCARNO SE ANIMA A UNA PROGRAMACIóN DE RIESGO, BúSQUEDA Y VANGUARDIA

El bastión de la resistencia cinéfila

Tras 66 ediciones y ahora con el italiano Carlo Chatrian a la cabeza, el festival suizo incluso profundiza su línea audaz, con dos competencias en las que se luce el cine más moderno y radical, donde se privilegia la mirada de autor por encima del craso mercado.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Locarno

Con 66 ediciones a cuestas, el Festival del Film Locarno es uno de los más antiguos y venerables de Europa, pero quiere la tradición que, paradójicamente, sea también uno de los más audaces en su línea de programación, uno de esos –de los cuales van quedando pocos– que siempre se animan a una programación de riesgo, búsqueda y vanguardia. Al menos eso fue así en las últimas tres ediciones, a cargo del francés Olivier Père –que en la Quincena de los Realizadores de Cannes supo dejar su marca– y que ahora ha legado su puesto en manos del italiano Carlo Chatrian, decidido a continuar en esa misma línea. Y en algunos casos, incluso a profundizarla.

Es verdad que Locarno tiene un desafío mayor y es su Piazza Grande, su signo distintivo. Se trata de un bellísimo cine al aire libre para más de ocho mil espectadores, que es obviamente la hermosa plaza de esta pequeña ciudad de la región del Ticino suizo recostada a orillas de Lago Maggiore. Todas las noches, cuando el reloj del campanario marca las 21.30, la plaza se convierte en un templo cinematográfico con las estrellas por único techo. Claro, a esa plaza hay que colmarla y para ello el festival suele convocar a distintas estrellas –este año son Christopher Lee, Faye Dunaway, Jacqueline Bisset, Werner Herzog y Anna Karina, entre otras–, a las que el festival no sólo sube como meros adornos al escenario sino a quienes les dedica homenajes o retrospectivas, en su sección Histoire(s) du Cinéma, un título que remite a un célebre ensayo visual de Jean-Luc Godard.

A estas galas de verano, mucho más descontracturadas que las de Cannes, les sigue siempre un film de impacto popular, pensado para un público amplio, de vacaciones, y no necesariamente cinéfilo (Les grandes ondes, del local Lionel Baier, puede ser un ejemplo perfecto de lo que allí funciona: una comedia muy bien realizada, con dosis equivalentes de ligereza y vitriolo político). Pero, en paralelo, el Festival de Locarno reserva sus dos competencias principales, el Concorso Internazionale y Cineasti del Presente, para el cine más moderno y radical, que también tiene aquí su legión de seguidores.

Este año en particular, Chatrian no sólo puso en pie de igualdad, en ambas competencias, a la ficción, al ensayo y al documental. También consiguió –con la cooperación de su adjunto, el canadiense Marc Peranson, que como él ya venía también del equipo de Père– un impresionante rosario de estrenos mundiales de directores que, hoy por hoy, marcan un quién es quién de lo mejor del cine contemporáneo, desde el coreano Hong Sang-soo (que tuvo su retrospectiva en el Bafici de abril pasado) hasta el catalán Albert Serra, pasando por el rumano Corneliu Porumboiu, la francesa Claire Simon y los japoneses Kiyoshi Kurosawa y Shinji Aoyama, entre otros. En este sentido, esta edición de Locarno no tiene nada que envidiar a las de Berlín y de Cannes. Se diría que Locarno es el último bastión de la resistencia cinéfila, un festival que sigue privilegiando al mejor cine de autor por encima del gran espectáculo o del craso mercado.

Sin ir más lejos, U ri Sunhi (Nuestra Sunhi) es una nueva obra maestra de Hong Sang-soo, un director que, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, filma cada vez más seguido y que parece ir afinando su instrumento con cada nueva película, hasta conseguir una rara perfección, como si su obra finalmente cobrara vida propia al margen de su creador. Es verdad que desde hace tres lustros filma infinitas variaciones de lo que algún desorientado podría considerar la misma película, pero su sistema es muy similar al de Eric Rohmer, que trabajaba también con extrema regularidad y siguiendo un principio muy exigente de “series”, como los Cuentos Morales o las Comedias y Proverbios.

En Nuestra Sunhi se diría que hay un sol potente y luminoso, que es justamente el personaje que le da su título al film, Sunhi, una estudiante aventajada de cine, decidida a terminar sus estudios en el exterior. Y alrededor de esta estrella orbitan tres hombres, que funcionan como tres planetas, cada uno con su mundo a cuestas, pero incapaces de escapar de la fuerza de atracción que los hace girar alrededor de ese poderoso centro de gravedad. Como ya se insinuaba en la comedia En otro país (lanzada en Cannes 2012 y estrenada en Buenos Aires un par de meses atrás, con Isabelle Huppert como una actriz perdida –en todo sentido– en un pequeño balneario coreano) y ratificó luego Nobody’s Daughter Haewon, que presentó en competencia de la Berlinale en febrero pasado, en la nueva película de Hong el foco de atención se ha vuelto definitivamente hacia la mujer. No es que antes no lo fuera; tanto es así que una de sus quince películas anteriores se titula significativamente La mujer es el futuro del hombre. Pero ahora es Sunhi la que hace girar enloquecidamente a esos tres hombres –profesores y directores de cine, como suele ser habitual en su obra– que se van cruzando entre sí, declarando cada uno a su infantil manera su admiración y su amor por esa mujer, hasta que terminan encontrándose sorpresivamente todos juntos en un parque de la ciudad, como si fuera un paso magistral de slapstick. Hay tanto humor como una profunda melancolía en el nuevo film de Hong, pero sobre todo hay una estructura magistral, donde cada una de las escenas (rodadas en planos secuencia tan virtuosos como invisibles) va iluminando o enriqueciendo la anterior, hasta ir completando un rompecabezas al que siempre le va a faltar deliberadamente una pieza, que es lo que hace al bello misterio de su cine.

Un rasgo de valentía y hasta de desafío –estético, político– fue la decisión de Chatrian de programar en competencia oficial Pays Barbare, de Yervant Gianikian y Angela Ricci-Lucchi. Quizás uno de los últimos y mejor guardados secretos de la historia del cine, la obra de este matrimonio italiano –sólo comparable por su intransigencia y compañerismo al que unió durante tantos años a la pareja Straub-Huillet– es conocida apenas en círculos muy pequeños, porque escapa a todas las etiquetas, modas y convenciones. ¿Sus temas, sus obsesiones? Las guerras, el fascismo, el colonialismo europeo. ¿Sus materiales? Antiquísimos films de archivo, noticiarios o registros olvidados y perdidos, que en sus manos reviven y cobran una estatura artística, poética.

Como ellos mismos declararon en Locarno, no son meramente arqueólogos o filólogos. No se contentan con encontrar materiales que ni las cinematecas consiguen sino que los reviven y les hacen decir cosas nuevas, que no tienen solamente que ver con su época y su origen sino, también, con la actualidad, a la que ahora esos frágiles fotogramas vuelven a asomar, como fantasmas. Ese “país bárbaro” al que se refiere el título de su nuevo film (¿ensayo, documental? “Objeto de reflexión”, lo denominó Chatrian) es Italia, aunque el film tuvo que ser producido en Francia. Y su personaje central es Benito Mussolini, en viejas, desconocidas imágenes de archivo, entorchado con las condecoraciones que él mismo se adjudicaba, disfrazado como si fuera la figura principal de un carnaval de violencia y terror. Allí aparece lo que Gianikian y Ricci-Lucchi denominan “el erotismo colonial”: los soldados del Fascio filmados y fotografiados felices junto a bellas adolescentes negras, muchas veces desnudas. Pays Barbare respeta el lenguaje “zoológico” con el que fueron clasificadas originalmente esas imágenes, donde los africanos son vistos como meros animales, a domesticar o, en caso contrario, aniquilar. Ese discurso del poder no se diferencia demasiado del que se puede escuchar hoy en boca de prominentes políticos italianos. Pero hay un momento en particular capaz de erizar la piel, cuando un oficial italiano, feliz ante la cámara, “lava” lascivamente a una muchacha etíope mientras la va desnudando. Viendo esas imágenes, y aunque el film de Gianikian y Ricci-Lucchi ni siquiera deba enunciarlo, no se puede sino pensar en Silvio Berlusconi y su affaire Ruby, la menor marroquí que formaba parte de su harén personal. “Cada época tiene su fascismo”, señala simple, genialmente Pays Barbare.

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