Vie 20.09.2013
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CINE › WAKOLDA, DE LUCIA PUENZO, CON NATALIA OREIRO Y DIEGO PERETTI

Cita en la Patagonia con lo siniestro

En su tercer largometraje, la directora de XXY y El niño pez confirma que es una narradora eficiente, precisa a la hora de seleccionar los detalles para hacer una película atractiva, aunque con una tendencia a metaforizar en exceso.

› Por Juan Pablo Cinelli

La tercera película de Lucía Puenzo, Wakolda, le permitió a la directora volver a Cannes, festival al que había llegado en 2007 con XXY, su ópera prima, y del que se había vuelto con el premio de la Semana de la Crítica. Esta vez regresó de Francia sin lauros, pero hay varios elementos que ligan a ambas películas, méritos y objeciones que tienden puentes por encima de El niño pez, segundo film de la directora. Para aclarar la cosa, Wakolda no es una mala película. Lejos de eso, confirma que Puenzo es una narradora eficiente, precisa a la hora de seleccionar los detalles para hacer otra película atractiva. Para contar su historia de nazis (y la de uno en especial) refugiados en Bariloche en una década de 1960 todavía pre-Beatle (es decir: la antigüedad del siglo XX), Puenzo consigue una reconstrucción de época notable, no sólo desde los bien administrados recursos artísticos, sino con la elección de un reparto equilibrado. Resulta redundante hablar de las virtudes de Diego Peretti y la destacada labor dramática de Natalia Oreiro ya no debe ser calificada como sorpresiva, adjetivo que esta vez aplica al trabajo del catalán Alex Brendemühl, a cargo del papel más importante. El resto del elenco, encabezado por Elena Roger, Guillermo Pfening y la niña Florencia Bado, completa un trabajo de equipo sumamente elogioso.

Wakolda posee los elementos adecuados para una historia siniestra: una familia que regresa al sur para hacerse cargo de una vieja hostería familiar, dentro de una comunidad de origen cerrado sobre sus tradiciones; una niña con trastornos de crecimiento; un doctor alemán que aplica sus conocimientos de genética para mejorar la cría de ganado; un padre que se dedica a fabricar muñecas de cerámica; la perversa tensión sexual entre esa nena que lucha contra la demora de la madurez y un hombre obsesionado con sus teorías científicas. Como se ve, lo siniestro en Wakolda está dado por múltiples elementos, algunos desarrollados con sutileza, otros expuestos en exceso. Dentro de la primera categoría se puede considerar aquello que es elidido o no dicho de manera explícita. Como el regreso de esa familia a Bariloche, donde el personaje de Oreiro fue educado en un colegio que no sólo es alemán sino filonazi, que representa de modo sutil el surgimiento de lo inefable dentro del núcleo más íntimo. La imagen de Oreiro sacando de una caja viejas fotos en donde el emblema del Reich flamea frente a su escuela, habla de ese retorno de lo reprimido. La llegada del extraño doctor al seno familiar reafirma la aparición de lo ominoso.

Quizá no sea casual que algunas nociones psicoanalíticas aparezcan conforme el relato avanza. Se ha dicho que en Wakolda también hay una serie de elementos que acentúan esa presencia siniestra de manera artificial, propensión que la directora ya había mostrado en XXY. Basta recordar un par de planos en donde la hoja de un cuchillo atacaba en distintos momentos un pescado o una zanahoria, construcciones simbólicas que remitían innecesariamente al concepto de castración. En Wakolda, Puenzo realiza operaciones análogas, dándoles cuerpo a las ideas del doble y del autómata que Freud toma del cuento “El arenero”, del escritor alemán E.T.A. Hoffmann, en su ensayo Lo siniestro, para explicar sus diferentes manifestaciones y con el que la directora parece querer dialogar. El nombre de la niña, Lilith, se suma al cargado conjunto de alegorías, en tanto corresponde a una de las más abominables criaturas de la mitología hebrea. Un exceso similar al que representaba el nombre del personaje de Ricardo Darín en XXY: Kraken, la gran serpiente marina de la mitología escandinava, otro subrayado freudiano para una figura paterna fuerte.

Tal vez esta profusión metafórica no hubiera quedado tan expuesta si el relato consiguiera explotar todo su potencial siniestro desde lo narrativo. Pero pasados los sugerentes dos primeros tercios del film, la tensión cede ante el sentimiento de que todavía quedaba fondo en este abismo, de que el monstruo no termina de mostrar sus dientes y de que todo ese armazón simbólico acaba por contener al horror en lugar de exponenciarlo.

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