CINE › EL ARTE DE LA GUERRA, DE WONG KAR-WAI, CON TONY LEUNG Y ZHANG ZIYI
El director de Felices juntos y Con ánimo de amar narra la historia del legendario Ip Man, el primer maestro de Bruce Lee, pero lejos de priorizar las artes marciales acentúa la soledad del personaje, al que retrata con su habitual barroquismo.
› Por Diego Brodersen
Cada nueva película de Wong Kar-wai es esperada con ansiedad por los cinéfilos de todo el mundo. Y hay que decir que, por puntilloso u obsesivo, el hongkonés nacido en Shanghai se hace rogar: cada uno de sus últimos proyectos llevó gran cantidad de años entre el dicho y el hecho. El sabor de la noche (My Blueberry Nights, 2007), su anterior opus, había dejado un regusto amargo, por lo que la presentación de El arte de la guerra (The Grandmaster en su versión internacional) como película de apertura del pasado Festival de Berlín se transformó en algo parecido a un acontecimiento. Por las razones expuestas, pero también por tratarse de una segunda aproximación al cine de artes marciales luego de la extraña y onírica Cenizas del tiempo (1994), reestrenada en una versión redux en 2008. ¿Hay algo novedoso en El arte de la guerra? ¿Continúa W. K.-w. remixando los tópicos y formas de su cine anterior? ¿Es éste su film más comercial, destinado a las grandes masas del mercado asiático e internacional?
Las respuestas a esas incógnitas son, respectivamente, no, sí y no. El realizador de Felices juntos y Con ánimo de amar (dos de sus innegables obras maestras) sigue encerrado en su laberinto, repitiéndose a sí mismo en una suerte de loop barroco, mordiéndose la cola estética. Para bien y para mal. Cierto es que The Grandmaster no es un retroceso artístico respecto de 2046 y la citada El sabor de la noche, pero tampoco se trata de un paso importante en la carrera del autor made in Hong Kong de mayor proyección internacional. Por si quedaban dudas, el film tampoco es “una de kung fu” más –aunque ése es uno de sus temas centrales–, en el sentido de que Wong no cede a las exigencias del cine de género excepto en las escenas de lucha, e incluso allí se corre parcialmente de las excitaciones y placeres viscerales de ese universo hecho a trompadas y patadas limpias. La excusa es, por supuesto (como lo era en el caso de los míticos luchadores de Cenizas del tiempo), la vida y obra de un cultor de las artes marciales, pero al realizador parecen importarle mucho más las ansias y deseos insatisfechos de sus personajes, las pérdidas personales, el paso del tiempo. Y, como siempre en su cine, la melancolía.
Yip Kai Man (conocido familiarmente como Ip Man) fue una figura de suma importancia –tal vez la última– en el mundillo del kung fu tradicional, famoso entre otras cosas por haber sido el primer maestro de Bruce Lee. Como el “Pequeño Dragón” californiano, Man también era un exiliado, instalado en la península de Hong Kong luego de sufrir, en su China continental natal, la temible ocupación japonesa, primero, y los horrores de la guerra después. Asimismo, el haber sido policía durante el gobierno del Kuomintang no lo dejó en una buena posición ante el nuevo régimen comunista, tema que el film –por las razones que fuere– no instala ni analiza. Paradójicamente, su figura no había sido centro de ninguna adaptación cinematográfica hasta tiempos recientes: el realizador Wilson Yip dirigió hace algunos años las dos primeras entregas de una tetralogía basada en su vida. Pero, a diferencia de esas películas, mucho más tradicionales en su búsqueda de vértigo y adrenalina, la creación de Wong Kar-wai transita, previsiblemente, otros caminos. A tal punto que va olvidando el relato más tradicional de vencedores y vencidos, los cambios políticos y sociales en la China del siglo XX o la serie de legendarias peleas de Ip Man para concentrarse cada vez más en la creciente soledad del personaje.
Ya en la primera escena queda claro, de manera elocuente, que a Wong le interesan más la forma en que las gotas de lluvia caen sobre el pavimento o los giros del sombrero de ala ancha del protagonista que registrar las coreografías de lucha al milímetro (planificadas por el maestro en esas lides Yuen Woo-ping, quien además se reserva un pequeño rol secundario). Algo similar puede decirse de su excéntrica relación con la narración tradicional, rasgo evidente en casi toda su filmografía. Aquí los saltos temporales y las elipsis están a la orden del día y el relato está mucho más enfocado en unir diversas escenas a partir de su filiación emocional que por una lógica causal. Emociones registradas por Philippe Le Sourd (nuevo reemplazo de Christopher Doyle, legendario director de fotografía de Wong) con una pulsión casi erótica: la cámara recorre y acaricia de manera extática la superficie de las cosas, sean estas los bellos rostros de Tony Leung o Zhang Ziyi, las paredes doradas de un burdel de Foshan, en el sur de China, o las luces de neón de la Hong Kong de los años ’50.
A medida que el film avanza y la historia se instala en la ex colonia británica, el relato se entrega a la tristeza infinita de sus dos protagonistas (el personaje femenino comienza a ser tan importante como el de Ip Man) y el film va abandonando los placeres visuales del kung fu, con alguna breve excepción justificada dramáticamente, para concentrarse en paseos reales y mentales, en las conversaciones y ansiedades de otra clásica pareja separada por la distancia, el tiempo y los de-sencuentros. Como siempre en el cine de Wong Kar-wai.
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