CINE › JOSé CELESTINO CAMPUSANO VUELVE AL CONCURSO INTERNACIONAL
En Fantasmas de la ruta, el director de Vikingo y Vil Romance vuelve a apuntar las cámaras al barrio y a los personajes que más conoce, pero la dispersión narrativa hace que el relato se traslade hasta el norte de nuestro país.
› Por Diego Brodersen
Acompañado de ese típico buen clima de mediados de noviembre (claro está que ha habido excepciones históricas memorables), arrancó la 28ª edición del Festival Internacional de Mar del Plata. Luego de la ceremonia y festines de rigor del sábado por la noche, el domingo comenzaron a rodar los títulos que integran las tres competencias oficiales. Trío de secciones que –más allá de los esperados hits consagrados en otros eventos internacionales, las paralelas, retrospectivas y demás casilleros que integran la grilla– se transforma inevitablemente en uno de los lugares más apropiados para tomarle el pulso al festival. Una de las catorce películas que conforman la Competencia Internacional fue asimismo la elegida como título de apertura. A tono con el fuerte acento latinoamericano del festival (énfasis para nada excluyente, particularmente en las últimas ediciones), la elección recayó sobre la chilena Las analfabetas, ópera prima de Moisés Sepúlveda que viene de presentarse en el Festival de Venecia.
Basada en la exitosa obra –en su país de origen– del dramaturgo y poeta Pablo Paredes, el guión de Sepúlveda y del propio Paredes no hace demasiado por ocultar el origen teatral de la historia. Con la excepción de algunas escenas de exteriores, escritas para “airear” el relato, el film transcurre en gran medida en dos o tres habitaciones de la casa de Ximena, una mujer de mediana edad que no sabe leer ni escribir. Hasta allí llegará la hija de una amiga a leerle los diarios, primero, y a intentar alfabetizarla, después. Tarea nada fácil, teniendo en cuenta que dos de las características más sobresalientes de Ximena son la testarudez y el orgullo. Moderada y benévola, Las analfabetas cuenta con performances destacables de sus actrices: la joven Valentina Muhr, cuyo personaje carga también con alguna que otra cruz metafórica, y Paulina García, quien viene de ganar el Oso de Oro en Berlín por su rol protagónico en Gloria. Pero a pesar de sus buenas intenciones –o tal vez, en parte, por ello–, el film se torna previsible y rutinario, con sus escenas de catarsis personal (una para cada personaje), la escena de baile liberador de rigor y, por supuesto, la progresiva reconciliación de la pareja luego de tantas desavenencias.
También como parte de la Competencia Internacional se exhibió, en el temerario horario matutino de las 9, la expansiva en todo sentido Fantasmas de la ruta, cuarto largometraje de ficción de José Celestino Campusano, un verdadero habitué de las pantallas marplatenses. El film tiene su origen en una serie televisiva sobre la violencia de género y la trata de personas que nunca llegó a exhibirse y es, en la práctica, un desprendimiento de esos trece capítulos originales. En su versión de tres horas y media para la pantalla grande, el director de Vikingo y Vil Romance vuelve a apuntar las cámaras al barrio y a los personajes que más conoce, pero la dispersión narrativa hace que el relato se traslade a otros lugares, incluido el norte de nuestro país. También regresa el motoquero Rubén Beltrán, alias el Vikingo, aunque en este caso, tratándose de una película definidamente coral, no puede hablarse de un único protagonista. Todos los tópicos de Campusano están ahí: la violencia de los suburbios, los valores y códigos de conducta del clan, la familia, el sexo, la sangre. Pero en Fantasmas de la ruta, que narra en paralelo la relación entre Vikingo y su amigo Mauro, el vínculo de este último con un criminal de la zona y el secuestro de una adolescente que ingresa en una red de trata y prostitución –amén de otras tramas secundarias–, las ambiciones narrativas son mucho mayores y los resultados, en gran medida, ampliamente satisfactorios.
Hay una novedad, que estaba tal vez presente en forma embrionaria en sus películas anteriores, y que aquí se presenta de manera definida, un costado didáctico, pero nunca aleccionador, que utiliza las herramientas de ese cine siempre crudo y desprolijo (“bruto” le gustaría más al realizador) en su búsqueda de reflexión sobre el estado de la sociedad. La corrupción es uno de los temas centrales del film, a pesar de no estar en foco todo el tiempo, y en ese sentido los personajes del film pueden ser vistos como fichas en un tablero moral: algunos caen, otros se mantienen en pie a pesar de los embates, otros han sido ya cooptados por el lado oscuro. Como siempre en su cine, ciertos momentos, diálogos y actuaciones se sienten algo insatisfactorios, pero esos bordes sin pulir son parte esencial de la poética de Campusano. Además de ese enorme personaje cinematográfico que es el Vikingo, Fantasmas de la ruta ofrece dos o tres auténticos hallazgos actorales, en particular el de Antonella Gómez, cuyo calvario es reflejado por la película de manera descarnada pero pudorosa. Podría ser que Campusano sea, en el fondo, un auténtico humanista.
Luego de su paso por los festivales de Locarno y Toronto (donde obtuvo el premio Fipresci), la mexicana Los insólitos peces gato, debut en el largometraje de Claudia Sainte-Luce, abrió la Competencia Latinoamericana con la historia de una familia no tanto disfuncional como sobreviviente de varias batallas. El punto de vista es el de una joven solitaria que, operación de apendicitis mediante, termina conociendo en el hospital a una mujer infectada con VIH, ingresando por la puerta trasera al seno de una familia bastante poco tradicional. El resto del clan está conformado por tres hijas y un único varón, casi todos de diferentes padres. Son personajes que parecen marcados por alguna clase de excentricidad, pero el film va hallando, en cada uno de ellos, la más franca y profunda (y también terrible) humanidad. Con un trabajo de fotografía –como siempre, notable– de la francesa Agnès Godard (histórica compañera de viajes cinematográficos de Claire Denis), lo mejor de la película está en su primera parte, cuando enfrenta súbitamente al espectador con un infierno/paraíso filial, sin abandonar nunca la ternura y el sentido del humor. El derrotero final ha sido recorrido en infinidad de ocasiones, pero si la mayor virtud de Los insólitos peces gato no es la originalidad, se adivina en casi todos sus planos una honesta y sensible pasión por lo que se está contando.
Costa dulce fue otro de los largometrajes exhibidos en la sección latina, película paraguaya con aportes holandeses que retoma uno de los mitos de ese país, cuyo origen descansa en los supuestos tesoros escondidos bajo tierra por los soldados durante la Guerra de la Triple Alianza. Enrique Collar –de quien ya se había visto en este mismo festival su proyecto anterior, Novena– utiliza un registro directísimo y dirige a sus actores no profesionales, en estricto idioma guaraní, de modo realista. Pero poco a poco, queda claro que esos personajes son, fundamentalmente, variaciones modernas de determinados arquetipos, y que la leyenda tiene, al menos para el protagonista, mucho de maldición. Película de tonos sutiles, Collar utiliza los ambientes naturales para encuadrar meticulosamente a los peones de la historia, pero nunca se deja seducir por el canto de sirena del preciosismo visual superficial.
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