Mié 20.11.2013
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CINE › PELíCULAS DESTACADAS DE LAS COMPETENCIAS INTERNACIONAL Y ARGENTINA

Ruidos en Berlín, silencios en Córdoba

The Strange Little Cat, del alemán Ramón Zürcher, es un film de enorme elegancia visual, por momentos incluso virtuoso. Y el documental cordobés Escuela de sordos, de Ada Frontini, aborda su tema de una manera franca y libre de solemnidades.

› Por Diego Brodersen

Desde Mar del Plata

Un film como The Strange Little Cat (Das merkwürdige Kätzchen en su original alemán) nunca hubiera formado parte de la Competencia Internacional marplatense hace algunos años. Buena noticia: es evidente que el equipo de programación del festival ha cambiado el lugar hacia donde apunta sus ojos. El debut como realizador de Ramón Zürcher, nacido en Suiza pero radicado en Alemania, es una de esas películas pequeñas y frágiles que fácilmente pueden pasar inadvertidas en el caos ordenado que es todo festival de cine. Pero a no confundirse. Si la historia parece ligera y hasta mundana, la manera en la cual el realizador pone en escena su investigación sobre lo cotidiano resulta no sólo fresca y atractiva, sino que atraviesa con vehemencia esa superficie que parece ser su material constituyente primordial. La anécdota transcurre en una casa de familia en un barrio de Berlín, a lo largo de unas doce horas. En el hogar dan vueltas familiares, amigos, vecinos y un par de mascotas que incluyen al felino del título. A la noche llegarán otros visitantes y la mesa será testigo de una típica cena sin demasiadas ambiciones.

En la vereda opuesta del melodrama familiar donde las tensiones y conflictos latentes estallan en catártico griterío, Zürcher construye las relaciones entre los personajes a partir de entredichos, frases sueltas y miradas, corriéndose asimismo del registro naturalista, en particular durante los flashbacks que cortan la cronología y terminan ofreciéndose como leyendas familiares en formación. The Strange Little Cat es además un film de enorme elegancia visual, por momentos virtuosa en sus encuadres, y cuenta con un trabajo de mezcla de audio que va en busca de una estética sonora personal, donde los sonidos cotidianos (la máquina de café, el lavarropas, el ruido de platos y cubiertos) no son simplemente acompañantes de la imagen, sino un universo con reglas, carácter y estética propios.

Otra de las películas presentadas por estos días en la sección competitiva internacional es la mexicana La jaula de oro, otra ópera prima en una selección que evidencia una búsqueda de nuevas miradas. La de Diego Quemada-Diez (nacido en España y experimentado operador de cámara con años de trabajo en la industria de Hollywood) se posa sobre un tema que ha sido objeto de varios trabajos documentales durante los último años: el peligrosísimo viaje a bordo de trenes de carga en el que se embarcan, todos los años, miles de latinoamericanos en busca de un futuro mejor en los Estados Unidos. A pesar de no abandonar una pintura realista sobre lugares y personajes, La jaula de oro está construida como film de ficción. Claro que el realizador contó, a lo largo de los varios años que le demandó el rodaje y finalización del proyecto, con la ayuda de decenas de protagonistas reales de los viajes en los techos del Tren de la Muerte.

Con un tono que evidencia una raigambre profundamente insertada en las tierras neorrealistas, el film narra la historia de tres chicos y una chica guatemaltecos (uno de ellos es un indígena que no habla una palabra de español) embarcados en esa aventura, desconocedores tal vez de los terribles peligros que los acechan. Si la “denuncia” se hace por momentos un tanto evidente (hay más de una instancia de shock y las penurias nunca dejan de acumularse), Quemada-Diez evita en gran medida los “miserabilismos” tan comunes en este tipo de relatos, al menos hasta que las últimas escenas cargan las tintas sobre ideas que ya habían sido expuestas de manera bastante más sutil. Lo mejor, sin dudas, es la relación entre los integrantes del cuarteto –todos ellos interpretados por actores no profesionales–, que depara momentos de genuina y sencilla emoción.

Absolutamente real e igual de emotivo es el documental cordobés Escuela de sordos, uno de los trece largometrajes que integran la Competencia Argentina. Ada Frontini, la realizadora, fue amiga y compañera de escuela de Alejandra, la protagonista, una maestra en una escuela especial para no oyentes en un pequeño pueblo del interior de Córdoba. Un poco a la manera de los documentales de Frederick Wiseman, Frontini acompaña a Alejandra, a sus alumnos y a Juan, uno de sus amigos –un especialista en lenguaje de señas, a su vez sordo de nacimiento– en las actividades cotidianas fuera y dentro del aula. Si hay un enorme mérito en la película, resultado seguramente de muchas horas de rodaje y un auténtico interés por el tema, es acercar al espectador a un mundo que seguramente le sea ajeno –a menos que tenga amigos o familiares con problemas de audición– de una manera franca y directa y libre de solemnidades. Las escenas de diálogos por señas entre Alejandra y Juan, durante una sobremesa íntima, resultan tan apasionantes como enriquecedoras. Y permiten, entre muchas otras cosas, conocer la seña para la palabra “boludo”. Nada más alejado de un documental institucional.

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