Sábado, 28 de diciembre de 2013 | Hoy
CINE › UN BALANCE DE LO SUCEDIDO DURANTE EL AñO EN LA PRODUCCIóN ARGENTINA
Durante 2013 se estrenaron nada menos que 153 películas argentinas y algunas de ellas se colaron en el top ten de las más vistas. Aunque es una muestra de buena salud, permanece un esquema en el que sólo algunos se salvan y la competencia es feroz.
Por Horacio Bernades
Son un montón los que compiten, pero sólo unos pocos elegidos sobreviven. No se trata de la trama de Los juegos del hambre (título que bien podría aplicarse a la materia de la que se habla), sino de la fórmula que parece regir el negocio del cine argentino en la actualidad. Durante el año que termina, esa combinación de oportunidades para todos + darwinismo de mercado no hizo más que confirmarse. Según las cifras aportadas por el Instituto de Cines y Artes Audiovisuales, a lo largo de 2013 se estrenaron nada menos que 153 películas nacionales, grosso modo la mitad de los estrenos totales del año. De esa cifra, siempre aspirante al record histórico (el año pasado habían sido unas 130 y ya sonaba exagerado), a menos de media docena le fue bien en términos de público. A otras cuatro, muy bien (ver recuadro). Tan bien, que llegaron a colar en el top 13 general del año. Otro paralelo posible para el régimen industrial del cine argentino podría ser, entonces, el modelo escolar nacional: ingresar, ingresan todos. Y cursan. Pero a la larga, le va bien a un 2 o 3 por ciento del alumnado.
Si de darwinismo se trata, el que gobierna el cine argentino no es otra cosa que una reducción a escala del que se impone en el mercado cinematográfico local en general. En 2013 hubo record de público y unos tres centenares de estrenos de todo el mundo (es un decir: como se sabe, la mayoría de ellos proviene de un solo país). De esos tres centenares, sólo una docena tuvo un muy buen rendimiento. Exactamente el mismo porcentaje que el de los triunfadores argentinos: 4 por ciento del total. Es para celebrar, claro, que un tercio de esa aristocracia cinematográfica sea de origen nacional (en coproducción con España, cabe aclarar). Y que gracias a ella, de cada cien entradas vendidas en la temporada, quince hayan correspondido al cine argentino. Un 15 por ciento del negocio total es un porcentaje que el cine no alcanzaba desde 2009, donde eso sucedió básicamente gracias al batacazo histórico de El secreto de sus ojos.
Pero sucede que esas cuatro concentraron alrededor de un 85 por ciento del total de entradas vendidas por el cine argentino. El restante 15 por ciento se reparte entre... 149 estrenos. O sea que el argentino es un cine dominado por una aristocracia de poquísimos, y superpoblado por una masa de pobres que pone los pelos de punta.
El cine argentino que triunfa es cada vez menos argentino. No sólo porque para producir un film con aspiraciones de masividad es imprescindible contar con al menos un socio español, sino porque las compañías locales que distribuyen los films de éxito no son otras que las filiales de las majors estadounidenses. Representante local de los sellos Universal y Paramount, UIP (United International Pictures) distribuyó Metegol, aquí y en el resto del mundo (Futbolín en España, donde se estrena en estos días; Foosball en Estados Unidos, donde se estrenará el año próximo). Disney hizo lo propio con la segunda y tercera en recaudaciones, Corazón de León y Tesis sobre un homicidio. Fox tuvo a su cargo la comercialización de Séptimo.
Corazón de León es la única de las cuatro reinas que no se coprodujo con España sino con Brasil. A cuyas playas van a parar, por supuesto, el recontramillonario personaje de Francella y su “levante”, Julieta Díaz, en el momento turístico del que posiblemente sea el film más “vendehumo” del año. Recién la quinta en recaudaciones, Wakolda, fue distribuida por una compañía de capitales nacionales, Distribution Company. El hecho de tratarse de la misma compañía que menos de un lustro atrás tuvo a su cargo el lanzamiento de El secreto de sus ojos, una de las mayores recaudadoras en la historia entera del cine argentino, es altamente representativo del corte producido en los últimos años entre ganadores y perdedores en este juego.
Si de perdedores se trata, no hay otro como Pascual Condito, cuya firma Primer Plano dominó, desde el surgimiento mismo del llamado Nuevo Cine Argentino, la distribución y exportación del grueso del cine local de pequeño y mediano tamaño. Como si se tratara de uno de los miles de desalojados que la catástrofe económica española echó a la calle en el curso de este mismo año, Condito anunció, a mediados de temporada, que se retiraba del business. Con él desaparece uno de los últimos mohicanos: de ahora en más y a menos que se produzca un golpe de timón, mayor concentración y extranjerización parecen signar el futuro del cine argentino.
La otra pata clave de la producción de cine en la Argentina es, desde hace un lustro, el grupo Telefe, que tiene como accionista mayoritario a Telefónica de España. El empuje cinematográfico de Telefe coincide con el nombramiento, en marzo de 2009, de Axel Kuschevatzky como gerente de producción de su por entonces nueva división, Telefe Cine. Un empuje lanzado de entrada al infinito y más allá, teniendo en cuenta que su primera producción no fue otra que El secreto de sus ojos.
De allí en más, la participación de Kuschevatzky, generalmente en carácter de productor asociado, con cartel francés aunque siempre como representante de Telefe, fue creciente, hasta hacerse presente, en el año que finaliza, en nada menos que seis estrenos. Y no cualquier estreno. Cinco de ellos son, lisa y llanamente, los primeros cinco en recaudación: Metegol, Corazón de León, Tesis sobre un homicidio, Séptimo y Wakolda. El sexto, La reconstrucción, entró en el puesto ocho, y para el año próximo la participación de Kuschevatzky está asegurada en tres de los estrenos que desde hace largos meses vienen gozando de mayor promoción: Relatos salvajes, esperado regreso al cine del talentoso Damián Szifron, Betibú, thriller basado en la novela homónima de Claudia Piñeiro, y El ardor, ambiciosa épica selvática dirigida por el más que apreciable Pablo Fendrik.
En septiembre, mientras Metegol y Wakolda se presentaban en el Festival de San Sebastián, se anunció oficialmente la creación de una nueva división de Telefónica, Telefónica Studios, que se plantea producir 25 películas en el próximo trienio, además de series de televisión. Y que estará dirigida por... Axel Kuschevatzky. Cine masivo, para público internacional, de género sobre todo (con predominio de comedias y thrillers) y desde ya con estrellas convocantes (Darín, Francella, Oreiro, algún español como Alberto Amman) apunta a ser, con supervisión de Kuschevatzky, una de las líneas de producción dominantes del próximo cine argentino.
Frente a esa línea hegemónica, en la que descansa buena parte de la apuesta de gestión del Instituto de Cine y Artes Audiovisuales (el reemplazo, aunque interino, de la saliente presidenta del Incaa Liliana Mazure por quien fue hasta ahora su segunda, Lucrecia Cardoso, parece anunciar la plena continuidad de esa política) se alinean los que siguen haciendo un culto de la independencia. En ese campo sigue siendo más sólida y confiable la producción documental que la de ficción. La de los documentalistas para quienes la forma, la narración son tanto o más importantes que el “contenido”, claro. Que de los otros documentales, los meramente instrumentales, aquellos más preocupados por “decir algo” que por la forma en que se lo dice, también hay, claro, y en mayor cantidad.
Pero son los documentales como La chica del sur, de José Luis García; Calles de la memoria, de Carmen Guarini; La multitud, de Germán Oesterheld, o los recientes Huellas, de Miguel Colombo, y Boxing Club, de Víctor Cruz, los que en términos cinematográficos verdaderamente importan. Todos ellos se plantean cómo contar lo que quieren contar, y todos logran hacerlo del mejor modo, exprimiendo con audacia y talento forma y contenido. Algo semejante puede decirse de la propia NK, de Adrián Caetano, que no podría haber sido filmada por alguien que no fuera un auténtico cineasta (hasta el punto que empieza y termina con la figura de un pingüino extraviado, que Caetano tomó prestada de Encuentros en el fin del mundo, de Werner Herzog).
En el otro extremo de la austeridad documental toma forma un cine que, a la manera de Quentin Tarantino y Robert Rodríguez, reivindica gozosamente lo bastardo, lo pulp, lo berreta. El cine de terror recobra fuerza en el mundo entero, impulsado por las bondades de su ecuación costo-beneficio, y la Argentina no queda al margen de ese fenómeno. Películas como Fase 7, Diablo y Penumbra habían dado aviso de que algo se estaba moviendo en ese terreno. Este año la tendencia se solidificó con La memoria del muerto y Hermanos de sangre, que combinan el grado de goce, de juego y de zarpe inherentes al género (sin ser estrictamente de terror, Hermanos de sangre toca una cuerda afín) con un rigor técnico, narrativo y actoral que permite abrigar esperanzas.
Entre un extremo y otro quedan las buenas incursiones en lo que podría llamarse “neoclasicismo” (Villegas, Pensé que iba a haber fiesta), así como apuestas más anfibias y ensayísticas (la mixtura entre lo documental y técnicas de ficción ensayada tanto por Santiago Mitre en Los posibles como Alejo Moguillanski en El loro y el cisne). Asoma, dentro del rubro “cine de autor argentino”, una usina creativa que parece en condiciones de disputarle el reinado a Mariano Llinás. Se trata de Matías Piñeiro, que después de El hombre robado y Todos mienten inició, con el dueto integrado por Rosalinda y Viola (estrenadas en la Sala Lugones) una serie fílmica dedicada a parafrasear, dialogar, intervenir la obra de Shakespeare, con un estilo que parece haber encontrado una primera consolidación.
¿Cuánta gente va a ver estas películas? Tanto los documentalistas como los cineastas asomados a lo experimental están resignados a un público inevitablemente restringido. De allí que salgan con una o dos copias, y punto. Los que más sufren son, por el momento, los cineastas de género, que apuestan, en el cálculo más optimista, a un público popular y en el más conservador a uno de culto. Y a quienes hasta el momento se les hace difícil conseguir alguna de ambas opciones, por bien que estén haciendo las cosas. Conviene reparar, sin embargo, que La memoria del muerto (una de las películas argentinas del año, a criterio del cronista) ocupa el puesto 16 dentro de las más vistas. El optimismo se modera si se repara en que la cantidad de espectadores que llevó no llega a los veinte mil, cifra que está lejos del fracaso, pero también del descorche y el festejo loco. Cómo llegar a un público que sólo parece fiel a un cine de género provisto de estrellas y muchos minutos de publicidad televisiva, sigue siendo uno de los nudos gordianos que el cine argentino en algún momento deberá cortar, inevitablemente.
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