CINE › EL OJO DEL TIBURON, CON DIRECCION DE ALEJO HOIJMAN
El documental rodado en Greytown, pueblo de pescadores ubicado en la frontera que separa la selva nicaragüense del Caribe, acompaña el deambular de Maicol y Bryan. En ese seguimiento, se mete también dentro de un mundo que parece a punto de desaparecer.
› Por Juan Pablo Cinelli
La lancha avanza por el río que parte la selva al medio: a un lado queda la vegetación, tan densa y sudorosa que parece venirse encima; del otro, igual de verde, se hace más rala, no mucho más abundante que un juncal. Dos chicos que apenas califican como adolescentes viajan en ella, mirando atentos hacia adelante como si ambos fueran un ente único y el próximo recodo del río representara todo el futuro que tienen por venir. La cámara fija, montada dentro del bote, pone toda su atención en sus rostros haciendo que el fondo desenfocado se vuelva fantasmal, de modo tal que los niños parecen sobreimpresos. Dos niños inmóviles recortados y pegados sobre un collage en movimiento, efímero y nebuloso. Para ella, ojo ubicuo y caprichoso, pareciera no haber realidad más tangible ni más urgente que la de esas vidas en primer plano. Por eso se queda ahí, compartiendo con ellos la inmovilidad del viaje y por eso los seguirá a donde vayan durante los 90 minutos que todavía quedan por delante.
Aunque parezca en los antípodas cinematográficas del cine de género (y ciertamente en muchos sentidos lo está), El ojo del tiburón, del argentino Alejo Hoijman, tiene bastante en común con las películas estadounidenses de adolescentes. Películas en donde el camino hacia la pérdida de la inocencia puede ser al mismo tiempo un relato de aventuras, un drama doloroso y crepuscular, una buddie movie, una comedia romántica de iniciación o una nueva versión del camino del héroe. Cada una de esas aristas también está presente acá y todo sería perfectamente esperable si no se tratara de un documental. Rodado en Greytown, pequeño pueblo de pescadores ubicado justo en la frontera natural que separa la selva nicaragüense del mar Caribe, el documental pondrá como excusa el registro de esa particular vida pueblerina. Sin embargo, Hoijman no hará otra cosa que deambular siguiendo los pasos de Maicol y Bryan, los adolescentes que protagonizan la película y el primer párrafo de este texto, hechizado por su desborde de fuerza vital puesta permanentemente en acto.
Sin embargo, esa decisión parece más una contingencia que parte de un plan de rodaje. Caminará con ellos por la selva, los verá cazar lagartijas con sus gomeras y errar por los rincones secretos de ese río que es su casa, o charlando con alguna amiguita, incapaces de ocultar el deseo. Así será testigo de algunas de sus charlas en las que aparece sin filtro su mirada del mundo que habitan. Muchas veces sus afirmaciones dan cuenta de una concepción marcadamente ingenua de la realidad. Como cuando Maicol, el mayor, cuenta con ansiedad que piensa vender su celular para comprarse otro mejor, y sueña con que luego venderá ése y se comprará un televisor (“un plasma”, le sugiere Bryan), y luego venderá la tele para comprar una casa y después un edifico, un pueblo y así hasta ser presidente. Pero hay otros diálogos que impactan por la crudeza realista que desborda de sus fantasías. Hay un diálogo que lo ilustra de manera inmejorable. Maicol le cuenta a su amigo, ambos recostados en hamacas paraguayas, que la maestra preguntó en la escuela qué querían ser de grandes. “Primero quiero ser contador”, dice Maicol que respondió en clase. “Para contar los billetes”, aclara Bryan, dando por sentado que la respuesta de su amigo sin dudas es la correcta. “Y después quiero ser juez”, agrega el otro. “¿Para qué?”, interroga el más chico, ahora con sorpresa. “Para lavar el dinero que me den los narcos, porque yo voy a ser cartel”, concluye Maicol satisfecho. Los momentos que Hoijman eligió conservar dentro del corte final hablan de una mirada amorosa y tierna, pero que nunca deja de tener un regusto de gris amargura, como si supiera que esa candidez se termina ahí donde se acaba el pueblo. O lo que es lo mismo, ahí a la vuelta, donde termina la inocencia.
Porque El ojo del tiburón es un paciente relato de iniciación pero también, como todos los de su tipo, es la crónica de una muerte anunciada. Fotografiado y rodado con notable delicadeza, y a pesar de que el orden en que decidió montar su historia a veces no parezca el lógico o, al menos, el esperable, el film de Hoijman es una inmersión dentro de un mundo que parece a punto de desaparecer. Una declaración de principios que viene a denunciar que hace rato es hora de incluir al hombre en la lista de especies en peligro de extinción.
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