Lun 10.02.2014
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CINE › BERLINALE HISTORIA DEL MIEDO, DEL DEBUTANTE BENJAMíN NAISHTAT, SE VIO AYER EN LA COMPETENCIA OFICIAL

Una sensación de amenaza permanente

La primera de las dos películas argentinas en concurso es una obra más compleja de lo que deja ver su superficie, que enfrenta dos universos simbólicos antagónicos: el de un country y el de la clase prestadora de servicios que la abastece y protege.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Berlín

¿Qué es el miedo? ¿Cómo nace y cómo se alimenta? ¿Cómo juega la subjetividad en esa percepción? ¿Se trata de una construcción cultural? Estos son algunos de los interrogantes que deja planteados –y que no necesariamente intenta responder– Historia del miedo, la primera de las dos películas argentinas en la competencia oficial de la Berlinale, que ayer tuvo su promisorio lanzamiento para la prensa, el público y el jurado del festival.

El debut en el largometraje de Benjamín Naishtat –27 años, egresado de la Universidad del Cine y graduado en Le Fresnoy, el Estudio Nacional de Artes Contemporáneas de Francia, que suele abonar el campo de la experimentación– es una obra bastante más compleja de lo que deja ver su superficie. Deliberadamente dispersa y fragmentaria hacia el comienzo, la película empieza planteando una serie de escenas aparentemente disociadas entre sí que luego, de forma paulatina, irán adquiriendo coherencia y sentido, articulando de manera muy sutil unos personajes con otros.

Verano, en Buenos Aires. Un helicóptero recorre los suburbios y desde ese punto de vista cenital –que parece mapear el territorio– ya se advierten los espacios antagónicos que se pondrán simbólicamente en conflicto en el film: los barrios privados con sus mansiones con parque y pileta, pegados a los asentamientos más precarios y humildes del conurbano. Un altoparlante del helicóptero balbucea torpemente una suerte de confuso “comunicado” que insta al desalojo y al cese de unas quemazones, que enturbian el paisaje. Abajo, el calor agobiante y los cada vez más frecuentes cortes de luz (en este sentido, la película no pudo haber sido más premonitoria, considerando que comenzó a gestarse cuatro años atrás) alteran los ánimos de los dos grupos familiares en que básicamente se divide el universo del film y que funcionan de manera representativa de un universo mayor: la tilinga clase media del country y la clase prestadora de servicios que la abastece y supuestamente protege.

“Mi película es una suerte de ensamblaje de distintas piezas que abordan la violencia social, tanto visible como invisible, que se percibe no sólo en mi país, sino también en toda América latina”, declaró Naishtat en la conferencia de prensa que siguió a la primera proyección de Historia del miedo. “La atmósfera juega un rol fundamental, porque intenté hacer una suerte de mezcla entre distintos géneros: el thriller y el film social, pero también con elementos del cine experimental.” Preguntado por sus referentes, Naishtat señaló que le interesa mucho el cine “de género” y, sin dudarlo, mencionó en primer lugar a John Carpenter, pero también hizo un lugar para “la construcción narrativa y poética que proponen Lucrecia Martel y Carlos Reygadas”.

Hay dos recursos que Historia del miedo utiliza de manera soberbia: el denominado “fuera de campo” y el uso dramático del sonido. Es fundamental la sensación de amenaza permanente, de violencia contenida, de una ominosa realidad que nunca llega, en verdad, a materializarse frente a cámara. Si hay un enemigo (en el caso de que lo hubiera) nunca se lo ve, sino que en todo caso los personajes –y, por qué no, también los espectadores– solamente lo imaginan.

La televisión, por supuesto, contribuye de manera muy intensa con este imaginario, que vale para todas las clases sociales: las noticias, tanto de la catastrófica caída de un meteorito como de un feroz tiroteo que las pantallas parpadeantes de la TV vomitan, de fondo contribuyen a la percepción de cierto clima apocalíptico que parece apropiarse del espíritu de los personajes. Por su parte, los aullidos de perros, los gritos distantes, una alarma que suena insistente y hasta los estallidos nocturnos de los fuegos de artificio también contribuyen a alterar los ánimos de unos y otros.

Y aunque no hay en el film un protagonista absorbente, el muchacho que corta el césped del country (interpretado por Jonathan Da Rosa, uno de los bailarines del grupo Km 29, que participaba del espectáculo Los posibles, de Juan Onofri Barbato, luego llevado al cine por Santiago Mitre) es un poco el eje alrededor del cual se organiza todo el relato. Tanto su novia como su madre hacen trabajos domésticos para la familia del country y es él, con su obstinado silencio y su rostro crispado por una tensión permanente, quien parece expresar el núcleo del film. “Poné cara de miedo”, le ordena uno de los hijos de la familia pudiente, que está haciendo una suerte de videoencuesta. Y es esa máscara grotesca la que mejor enuncia las intenciones del film, que trabaja no tanto sobre el miedo en sí mismo, sino sobre su representación.

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