Viernes, 21 de marzo de 2014 | Hoy
CINE › OPINION
Por Leo Oyola *
Mi maestro, Alberto Laiseca, defiende de forma acérrima y con gran amor a los monstruos. El me enseñó, entre tantas otras cosas, que la verdadera definición de la palabra no es la que privilegiaron diccionarios y el saber popular. Esa que especifica que estamos ante un engendro que va en contra del orden normal de la naturaleza. Puras macanas. El monstruo es algo único en su especie. El hecho de ser distinto lo vuelve original. Y lo que no es conocido para el resto de los mortales inspira en una primera instancia desconfianza, y en una segunda –y muchas veces inmediata– temor. El monstruo y el hombre una vez que tienen contacto ninguno de los dos vuelve a ser el mismo. Y he ahí otro de los preceptos de Lai y también de su obra: la humanización del monstruo. Hellboy comparte la mayoría de nuestros pecados y vicios. Le gusta la joda, la noche, fumar, emborracharse, mirar televisión. Compartiríamos mesa y nos amaneceríamos con él escuchando sus anécdotas. Sin embargo, ninguna de esas cosas son las que lo vuelven más humano. Todo pasa por el corazón de este personaje que no tiene ningún problema en meterse en el barro, en ir de lleno hacia lo oculto, para defendernos más allá de que nuestros actos cotidianos demuestren que no lo merecemos. Porque, como le narran de chico, “cuentan que en el inicio de los tiempos el hombre, la Bestia y los seres mágicos vivían juntos bajo Aiglin, el Arbol Padre. Pero el hombre había sido creado con una sombra en el corazón. Una sombra que ningún poder, conocimiento o posesión puede iluminar”. El corazón de Hellboy no posee esa sombra. Y por eso, después de haber conocido a este monstruo, ya nunca más volvimos a ser los mismos.
* Escritor.
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