CINE › GATO NEGRO, DE GASTON GALLO, CON LUCIANO CACERES Y LETICIA BREDICE
› Por Horacio Bernades
Por su ambición, duración (120 minutos, infrecuente para una película argentina) y arco dramático-temporal (la historia atraviesa casi medio siglo), Gato negro, escrita y dirigida por el debutante Gastón Gallo, tiene todas las características de una superproducción. Pero por el presupuesto puesto en juego, que no excede lo mediano, no lo es, más allá de contar en su elenco con nombres de primera línea. Esa desfase genera un efecto de incomodidad, cierto extrañamiento dramático. La historia es la de un antihéroe, un individualista que comienza comportándose como un rebelde y termina haciéndolo como un arribista sin escrúpulos. Su recorrido, marcado por un punto de vista moral que el curso de la película va haciendo cada vez más evidente, es asimilable, en su ascenso desde la pobreza y posteriores apogeo y caída, al de un film de gangsters: cualquiera de la Warner de los años ’30 y ’40, la Scarface de Brian de Palma o Buenos muchachos. Con una diferencia: la correspondencia, que el film busca, entre el antihéroe y la historia argentina, desde tiempos de la Revolución Libertadora hasta los del menemismo.
Desde chico, Tito siente que el horizonte tucumano le queda corto. Ante ese límite, de pequeño es capaz de reaccionar con descontrolados arrebatos de violencia y una rebeldía que terminará con él en un reformatorio. Allí conoce a Pirata, un pibe que se las sabe todas y le enseñará unas cuantas. Cuando salga partirá directo a Buenos Aires, donde en los años ’60 e interpretado por Luciano Cáceres, no tendrá problema en “carnerear” una huelga, ganándose la confianza del encargado de la hilandería. No así de unos chorros que viven en el mismo conventillo que él, liderados por un Luis Luque al que parece haberle caído un flequillo sobre la cabeza. Se planea el robo a un banco, Pirata (Favio Posca, a esa altura) interviene, Tito se borra y la cosa sale muy mal. Tito empieza otra vez de cero, hasta que su buscada amistad con cierto coronel de la dictadura (Pompeyo Audivert) le permita encumbrarse con chanchullos de patria financiera, deviniendo nuevo rico, dueño de terrible mansión y con una esposa de esas que a los poderosos les gusta mostrar (Leticia Bredice).
Gato negro acierta más en lo colateral (los ambientes de época, el habla marginal o arrabalera) que en lo global, donde peca de obviedad en el carácter emblemático del protagonista con relación a los tiempos históricos que se toman como hitos. El realizador debutante Gastón Gallo reparte de modo sumamente desigual los tiempos dramáticos: la infancia de Tito se hace excesivamente larga, la fase crucial de su parábola (la del salto de vendedor de alfajores a industrial peso-pesado, con contactos ídem) está contada a los saltos, de modo apurado y entrecortado. Parecidas disparidades se registran en las actuaciones: mientras que Luciano Cáceres anima con fiereza al protagonista, Leticia Bredice parece como perdida, no por desorientada sino porque apenas se la ve, y Lito Cruz tiene la mala fortuna de hacer de fantasma por segunda vez en su carrera (la primera fue en Sur). Por no dar con el tono justo, el final, que redondea su subrayadísima moraleja mediante el cumplimiento de una leyenda tradicional del noroeste (la de La Salamanca), bordea lo calamitoso.
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