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Jueves, 3 de julio de 2014

CINE › GUSTAVO FONTAN, UN REALIZADOR OCULTO QUE EN LOS ULTIMOS TIEMPOS SALIO A LA SUPERFICIE

“Cada película debe reinventar la forma”

El mejor director del último Bafici filmó El rostro, basado en un hombre que iba a encontrarse con sus muertos, “a sabiendas de que eso no estaba presente en la historia”, y con una temporalidad más cercana “a la idea de remolino” que a la tradicional línea de tiempo.

“Es un momento interesante, un reconocimiento de la obra en su totalidad.” La afirmación no es superficial ni exagerada: Gustavo Fontán, hasta hace poco tiempo un realizador oculto para las mayorías –aunque reverenciado por un grupo de seguidores locales cada vez más grande– acaba de salir al encuentro del mundo. Desde comienzos de 2014, sus películas han comenzado a exhibirse, como si se tratara de un maratón fílmico, en una serie de festivales internacionales de renombre, encontrando nuevos espectadores en los lugares más diversos. “A comienzos de este año, en el Ficunam, el festival organizado por la Universidad Nacional Autónoma de México, se hizo una retrospectiva completa y fue interesante mirar hacia atrás unos veinte años y observar cómo los caminos fueron conservando algunas cosas y alterándose en sus movimientos. En Israel, en el Cinema South Festival, la situación fue hermosa, porque el público se acercó con cautela a una obra completamente desconocida, pero a medida que pasaban las proyecciones las salas se iban llenando. Allí me ocurrió algo interesante ligado al problema de los idiomas. No hablo inglés y entonces la comunicación con el público –más allá de las traducciones en la sala– estaba rota respecto de la palabra, pero lo que recibía era una serie de gestualidades provocada por la obra. El resultado de estas experiencias es muy rico, porque creo que las películas dialogan entre sí, se potencian. La mirada retrospectiva también te obliga a pensar hacia adelante, en cómo sigue ese camino. Es una suerte de ruptura de la inercia, algo que te obliga a pensar en las decisiones que estás tomando.”

Al momento de la entrevista, Fontán se encuentra haciendo las valijas para viajar al festival especializado Fidocs, en Santiago de Chile, donde se exhibe su último largometraje, El rostro, que obtuvo el premio al Mejor Director en la última edición del Bafici porteño. Casi al mismo tiempo, el film se estrena comercialmente en la sala de cine del Malba, donde será exhibida hoy y todos los domingos de julio, acompañado de tres largometrajes previos, la trilogía conocida como el Ciclo de la casa, integrada por El árbol (2006), Elegía de abril (2010) y La casa (2012). Fontán es un cineasta mutante y nada temeroso a la hora de entrecruzar elementos formales: la ficción, el documental y lo experimental conviven en gran parte de su filmografía. Con El rostro vuelve a poner en primer plano su arista más vanguardista, en un film sin diálogos ni historia, al menos en un sentido tradicional. Para ello, director y equipo volvieron a filmar en las islas entrerrianas cercanas a la ciudad de Paraná, ámbito que ya habían reflejado en la anterior La orilla que se abisma (2008).

“En principio, la película se inscribe en un ciclo”, explica Fontán. “Por un lado está el Ciclo de la casa y también el Ciclo del río. El Ciclo de la casa comienza más referencial y ligado a la idea de historia con El árbol y va moviéndose hacia una cosa más abstracta. En el Ciclo del río pensamos en hacer exactamente lo contrario: partir desde lo abstracto en La orilla que se abisma y continuar con El rostro en el mismo ámbito, pero ir recuperando personajes, tal vez como una idea de recuperación del mundo. En la próxima y tercera del ciclo, El día nuevo –que ya está filmada y de la cual hicimos un primer corte–, se recupera la palabra. El día nuevo fue realizada con el que fuera nuestro guía durante el rodaje de El rostro, un tipo que vivió allí toda su vida y que ya no podrá seguir haciéndolo en poco tiempo más. Ni él ni sus hijos. Este ciclo, en este caso una tetralogía, tendrá su cierre con El limonero real, basada en la novela de Juan José Saer, donde ese mismo espacio habilita una historia, con actores y diálogos. Lo que me impacta de ese ámbito, esa zona de islas enormes y antiguas, es el hecho de estar en tensión constante, un lugar que existe, pero que está desapareciendo, y su precariedad en el sentido más metafísico de la palabra. Una cosa que es, pero al mismo tiempo se fuga. Una de las intenciones de El rostro fue tratar de filmar eso, una concepción temporal de los habitantes del lugar que no es cronológica. La idea de pasado y futuro es distinta en esa cosmovisión de la nuestra; tal vez se acerque a la del campesino, pero no es exactamente igual. Es una temporalidad que se acerca a una idea de remolino más que a la tradicional línea de tiempo.”

–El rostro es su primera película en blanco y negro, donde además utiliza distintos formatos fílmicos: el 16mm y el súper 8.

–En principio, todos los elementos de la película tenían que operar alrededor de la idea poética central, esa cosa no cronológica de la cual hablábamos. Teníamos algunas imágenes de archivo de esa zona, de hace unos cincuenta años, que nos sirvieron para pensar cómo mirar. Partiendo de esa idea de remolino temporal, sabíamos que si trabajábamos con un formato digital en color y luego jugábamos con esas imágenes de archivo, generaríamos en el espectador la idea de un pasado y de un presente muy definido. Lo que decidimos fue trabajar con materiales que se deslizaran hacia esos archivos de manera imperceptible. De allí el uso del blanco y negro y el 16mm, en muchos casos con película virgen vencida. También rodamos algunas imágenes en súper 8, para que constantemente hubiera una deriva de los materiales, pero nunca una definición de temporalidades.

–El trabajo de mezcla de sonido, que siempre ha sido muy importante en su obra, tal vez sea el más complejo de todas sus películas.

–La intención fue trasladar al sonido el concepto de textura visual y también la idea temporal. Es decir, si el tiempo es un devenir donde el presente está formado por capas de pasado, la imagen visual y la sonoridad no tenían que proceder del mismo instante. Surge del mismo ámbito, pero no del mismo momento histórico: son independientes, el movimiento no es sincrónico. Las voces no son necesariamente del que está hablando y el que rema no es exactamente aquel que estoy viendo. Esa fue la idea central. Es un concepto musical, rítmico, donde el sonido provoca una profundización de la percepción, que a su vez potencia la idea de lo fantasmal. Ese lenguaje que nos parece conocido está articulado de tal forma que no permite salvarnos del desconcierto. Hay algo que todo el tiempo irrumpe afectivamente, provocando una suerte de temblor.

–La idea de lo fantasmal atraviesa varios de sus films, a veces de manera tangencial, otras transformándose en un eje central. Luego de las exhibiciones de El rostro en el Bafici, no fueron pocos los espectadores que intentaron “interpretar” las imágenes y sonidos. ¿Quiénes son los fantasmas, quiénes están muertos? ¿El protagonista, aquellos a quienes visita?

–Nuestra posición desde un principio era que la película tenía que ver con un hombre que iba a encontrarse con sus muertos, a sabiendas de que eso no estaba presente en la historia, pero que podía llegar a leerse de esa forma. De algún modo, la idea de la muerte tenía que recorrer el film. Es interesante, porque hay tres o cuatro lecturas distintas que pude recoger luego de las proyecciones en festivales. Todas van en esa dirección que habíamos planteado, pero en algunas el muerto es el protagonista y no los demás, como si recibiera un último momento para encontrarse con su gente. Una lectura absolutamente válida. Y también hay otra lectura muy interesante que se corre un poco de todo ello. Fue la que me acercó (el escritor y cineasta) Edgardo Cozarinsky. El cree que la película es posapocalíptica, sobre un hombre que va a encontrarse con la única reserva de vida natural que existe. De algún modo, allí también está presente la idea de la muerte. Creo que la película habilita todas esas posiciones porque tiene más que ver con una percepción y no con una historia.

–Sus primeros cortos y largometrajes son más tradicionales. ¿Siente que el camino hacia la experimentación era inevitable o fue dándose por razones concretas? ¿Cómo describiría ese derrotero estético?

–Creo que el cine y la enseñanza del cine (ese cine que aprendimos cuando estudiábamos) nos fueron marcando, en el sentido de un “deber ser”: cómo se escribe un guión, qué características debe tener una película. Desde un principio comprendí algo y es que uno sólo puede hablar de lo que sabe. Siempre trabajé con cosas que afectivamente me resultaban estimulantes, relacionadas en muchos casos con cosas que había vivido. Pero no tanto porque me interesaran biográficamente sino porque comprendía que era lo único de lo que podía hablar. Pero cuando hice mi primer largometraje, Donde cae el sol (2002), todavía no tenía claro que la forma y la búsqueda de una instancia de rodaje debía ser considerada también en relación con el contenido. Una reflexión sobre cómo filmar y cómo acceder a la profundización de ese contenido. Durante ese rodaje comprendí que esa forma aprendida de cómo filmar no era útil respecto de aquello en lo que quería indagar, y que eso me dejaba en una posición superficial. Durante el proceso de realización de El árbol comprendí cabalmente que siempre hay que quebrar algo, que cada película debe reinventar la forma. No hay un “deber ser” y el camino en cada película es precisamente encontrar su propio lenguaje. Por eso cada una es diferente: a veces es más cercana al documental, otras más experimental, en algunos casos deviene en un cruce de recursos o estrategias. Pero siempre con una idea motora: la forma es la verdadera expresión del sentido. Por un lado, es una posición muy perturbadora, porque hay que encontrar un lenguaje para cada film, pero por otro lado es de una enorme riqueza, de búsqueda de conocimiento y de reflexión, tanto mía como del grupo.

–¿Usted llega al rodaje con una idea relativamente firme respecto de esos aspectos formales?

–Hay una instancia previa al comienzo del rodaje donde se define un concepto de las cosas, algo que suelo llamar “principio poético”, al margen de la historia, si la hubiere, o del posible conflicto o estructura. Pero eso está abierto a un descubrimiento que se da durante la filmación. Un ejemplo puntual. Para La orilla que se abisma hicimos un par de jornadas de búsqueda de imágenes. El principio poético era una frase de Juan L. Ortiz: “Se trata de cierto sentido brumoso que disuelve el contorno de las cosas para hacer sentir la unidad viviente”. A partir de esa máxima comenzamos a pensar en la forma que tendrían las imágenes y el montaje de la película. Durante esa búsqueda inicial de imágenes, el director de fotografía Luis Poleri hizo un plano abierto, hacia la lejanía, y en ese momento alguien pasó caminando en el fondo del cuadro, una figura humana transformada en algo que se diluía. A partir de esa simple imagen, previa al rodaje propiamente dicho, todas las piezas encajaron. Esa imagen es, de alguna manera, la película. En La casa, queríamos trabajar lo fantasmal, la tensión entre lo que está y desaparece. Ese era el concepto poético. Teníamos la idea de la casa vacía, de los travellings para movernos por los espacios, de sombras y huellas. Diego Poleri propuso usar vidrios y espejos delante de la cámara. Hicimos varias pruebas pero nadie estaba satisfecho, porque el efecto que lográbamos era fácilmente reproducible en posproducción. Hasta que Diego trajo un vidrio especial, todo quebrado, y al experimentar notamos que un ligero movimiento cambiaba de tal manera la imagen que la impresión era como pasar de un espacio a otro, sin transición. En ese momento apareció la película y comenzamos a filmar. Por supuesto que todos esos elementos formales –la imagen brumosa, ese particular efecto del vidrio– están ligados a un concepto. De no ser así, serían totalmente gratuitos.

–¿Puede la película cambiar durante el proceso de montaje o todo está definido al llegar a esa instancia?

–Puede cambiar, por supuesto. Casi todas mis películas fueron filmadas sin atenerse al método tradicional, con una filmación extendida en el tiempo. El rostro, por ejemplo, comienza en invierno y termina en verano, y el rodaje se extendió desde un mes de julio hasta febrero del año siguiente. En ese caso íbamos filmando y editando, filmando y editando. Durante ese proceso apareció la respiración de la película, lo que permite ajustar o cambiar muchas cosas en las siguientes jornadas de rodaje. El montaje es muy parecido a la música.

Q El rostro se exhibe en Malba (Figueroa Alcorta 3415), hoy, a las 21, y todos los domingos de julio a las 18. La retrospectiva dedicada a Fontán está integrada por El árbol (jueves 17), Elegía de abril (jueves 24) y La casa (jueves 31), siempre a las 21.

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“De algún modo, la idea de la muerte tenía que recorrer el film”, afirma Gustavo Fontán.
 
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