Viernes, 31 de octubre de 2014 | Hoy
CINE › ATLANTIDA, OPERA PRIMA DE LA CORDOBESA INES BARRIONUEVO
Con alguna influencia de La ciénaga, el film de Barrionuevo narra el cruce de un puñado de personajes en un día de estío (y hastío) en un pequeño pueblo cordobés, con el despertar erótico de un par de hermanas adolescentes como motivo central.
Por Diego Brodersen
El dato ya no es ninguna novedad: Córdoba se ha transformado en un auténtico polo de producción cinematográfica y en una usina de jóvenes realizadores. Esto puede comprobarse en cada nueva edición del Festival de Mar del Plata y el Bafici y en el estreno regular de los títulos más relevantes producidos en esa provincia. En la entrega más reciente del festival porteño, por caso, tres de las quince películas presentadas en la Competencia Argentina fueron de ese origen. En otras palabras, un notable veinte por ciento. El debut en el largometraje de Inés María Barrionuevo, Atlántida (título enigmático, tal vez poético, nunca literal), fue una de las integrantes de ese trío, un film que difícilmente pueda definirse como novedoso pero que acepta jugar bajo ciertas reglas y sale airoso del desafío.
El cruce de un puñado de personajes a lo largo de poco menos de veinticuatro horas, en un día de estío (y hastío, en algún caso) en un pequeño pueblo cordobés, con el despertar de la pulsión erótica de un par de hermanas adolescentes como motivo central. Tal podría ser la sinopsis de Atlántida, en la cual, sin embargo, no resulta tan importante el qué sino el cómo. Barrionuevo elige narrar su historia en un momento preciso, el verano de 1987/1988, dato que surge por inferencias: los constantes cortes de luz, alguna noticia en el viejo televisor de tubo, un comentario sobre el robo de las manos de Perón. Las razones no son políticas, sino que parecen estar ligadas a la descripción de un mundo perdido, en el cual la tecnología (teléfonos celulares, computadoras) no ha desplazado la posibilidad del encuentro o el desencuentro físico. Asimismo, la vida de pueblo es esencial en la poética que Barrionuevo elige para describir a sus personajes, y las recurrentes menciones a la vida en la “ciudad” (Córdoba, Buenos Aires) contienen en sí mismas una idea de escape, de horizonte.
Con los padres fuera de casa por razones familiares, Lucía y Elena se pelean como sólo saben hacerlo los hermanos. La mayor, Lucía, se da un chapuzón mañanero en la pileta del club y se pone a estudiar con la esperanza de entrar en alguna facultad de Buenos Aires. Elena tiene enyesada una pierna y no puede caminar por órdenes del doctor. Llegan amigas de visita, se habla de cosas que ya se comentaron un rato antes, en el club: una chica del grupo transó con un chico, tal vez se dejó “toquetear” un poco. “Es medio trola”, comenta alguien. Cosas de la adolescencia que Barrionuevo pone de relieve con atención al detalle, tal vez el mayor de los méritos de la película, ayudada por un excelente reparto de actores jóvenes que siempre da con el tono justo. La lente de Ezequiel Salinas sigue a los personajes de cerca, cámara en mano; esa cercanía logra transferir al espectador una parte de la intimidad de los personajes, más de un deseo insatisfecho, alguna angustia, que no serán explicitados en palabras.
Atlántida se va abriendo luego a otros relatos, incorporando personajes mentirosamente secundarios: una amiga con la cual Lucía decide escapar a las afueras del pueblo, un médico (interpretado por Guillermo Pfening) que pasa por la casa de las hermanas, un chico de unos quince años que ya domina las artes de la apicultura. Y el calor, claro está, que parece no aflojará nunca. Más allá de un plano específico que homenajea directamente a otro de La ciénaga, lo cierto es que resultan notorias las influencias del cine de Lucrecia Martel, aunque Barrionuevo es muchísimo menos ominosa (y más luminosa), entregada por momentos a la idea de aventura, como si la película fuera una suerte de relectura minimalista, destilada y madura de “Verano azul”, la serie española que se vio en nuestro país precisamente en los años ’80. En algún momento el comentario social (de clases sociales en tensión) que estaba agazapado salta a la vista de manera obvia y en los últimos tramos la directora no puede evitar algunas metáforas transitadas: la tormenta, la lluvia, el yeso. Como si hubiera decidido entregarse a una lógica narrativa que había logrado evitar en gran medida, cambiando el misterio y la sutileza por la comodidad de la literalidad y la redundancia.
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