Martes, 25 de noviembre de 2014 | Hoy
CINE › PANORAMA Y COMPETENCIAS INTERNACIONAL Y LATINOAMERICANA EN EL FICMDP
En Over Your Dead Body, el japonés Miike Takashi entrega un film riguroso y magnífico, mientras que en Ventos de agosto el brasileño Gabriel Mascaro propone una poética del tiempo y la gente. La chilena Matar a un hombre es un relato salvaje sin humor negro.
Por Horacio Bernades
Decidir la muerte de un niño en una ficción entraña una responsabilidad moral equiparable a la que representa en la realidad. Dos niños han muerto en films del festival. En Over Your Dead Body, de Miike Takashi (sección Autores, megasección Panorama), se trata de un filicidio, cometido no sólo como parte de una representación (lo cual genera una distancia que permite procesar el hecho), sino por parte de un sujeto que se ha mostrado ya como suma de todos los males. En el film iraní Melbourne (Competencia Internacional), ocurre del modo más gratuito que pueda imaginarse, forzado por puras necesidades de guión y ejecutado con irresponsabilidad total. A una pareja que se está mudando, una babysitter les pide que le cuiden el niño. En medio del ajetreo de la mudanza, de pronto el bebé aparece muerto, porque sí. De allí en más, la tensión y hasta el suspenso no están depositados en la muerte en sí, sino en el momento en que será descubierta, poniendo al espectador en el lugar del que quiere esconder bajo la alfombra... la muerte de un niño. En la película de Takashi, el episodio de sangre representa el último descenso al infierno moral por parte de un ser sin escrúpulos. En la del iraní Nima Javidi, importa tanto como la rotura de un jarrón en casa ajena. El de Miike es un film riguroso, coherente y magnífico. El de Javidi es manipulador, canallesco y execrable.
Otras dos películas se presentan por estos días en Competencia Internacional. Una es el film turco Sesime gel, que para su distribución internacional se conoce como Come to My Voice. La otra, la brasileña Ventos de agosto. La película del nativo de Estambul Hüseyin Karabey transcurre en una aldea kurda, cuyos habitantes se ven periódicamente sometidos a inspecciones del ejército turco. En una de ellas buscan armas en las casas de los humildes pobladores, no las encuentran e igual se llevan presos a los hombres de la aldea. La moneda de cambio para liberarlos es, presuntamente, que aparezcan las armas que se supone estarían escondidas. Con lo cual una anciana y su nieta se ponen en busca del fusil que les permita salvar al hijo de la primera y padre de la segunda. La situación revela, de modo transparente, aquello que la frase hecha denomina “el absurdo de la guerra”. También la injusticia, el atropello, la generación de falsos culpables. Todo, justamente, demasiado transparente. Al espectador no le queda otra opción que la piedad y empatía que, por otra parte, una octogenaria y una niña tan curiosa como resuelta se ocupan de asegurar.
Del nativo de Recife Gabriel Mascaro se había conocido, en una edición previa de este festival, el documental Doméstica, donde pedía a varios adolescentes que filmaran a las mucamas de la familia, de modo de ver a unas a través de los ojos de otros. Esa voluntad de relacionarse con lo real vuelve a hacerse presente en Ventos de agosto, presentada en la última edición del Festival de Locarno. Mascaro filma la vida cotidiana de un pueblito de pescadores en el estado de Alagoas, en el nordeste brasileño, donde la naturaleza todavía se mantiene en estado semisalvaje. La vida de los protagonistas, un chico y una chica veinteañeros, pasa por la recolección de cocos, la pesca de pulpitos en alta mar o andar por ahí “pelados”, como le dicen los brasileños al ponerse en cueros. El patriarcalismo asoma en la figura del padre del muchacho, pero Mascaro no se trasladó hasta allí para hacer un análisis sociológico o antropológico, sino para observar los ritmos del lugar y su gente, introduciendo apenas un hilo de ficción en el súbito descubrimiento de la muerte por parte del muchacho. Incluyendo un notable gag cómico, Ventos de agosto es un film de observación que no se conforma con plantar la cámara y dejar que las cosas pasen por delante: prefiere intentar una leve, nada subrayada poética del tiempo, la gente y los lugares.
Una ética cinematográfica muy semejante a la de Mascaro exhibe el colombiano Franco Lolli en Gente de bien que, proveniente de la Semana de la Crítica del Festival de Cannes, se presenta en la Competencia Latinoamericana del Ficmdp. El emplazamiento no es ahora un medio agreste sino urbano: la ciudad de Bogotá, de donde una mujer se ve obligada a partir en busca de empleo, dejando al hijo de diez años al cuidado del padre, a quien el pequeño apenas recordaba. El catálogo del festival hace una comparación con Ladrones de bicicletas y la comparación es pertinente, aunque la relación entre el chico y el padre es bastante más peleada que en el clásico neorrealista. Al muchacho, como es obvio, no le resulta sencillo asimilar de la noche a la mañana semejante cambio de vida, reaccionando con la clase de estallidos de bronca que suele producir un niño en una situación así. Al padre tampoco le es fácil: los arreglos y reparaciones apenas le dan para vivir en una precaria pieza de pensión, donde ahora deberá hacer lugar para dos. Con una cámara invisible y una puesta simple y fluida, Lolli se las arregla muy bien para transmitir la incomodidad de la situación (personal, familiar, social), sin caer en el más mínimo asomo de paternalismo, demagogia o miserabilismo.
En Huacho (2009) y Sentados frente al fuego (2011), el chileno Alejandro Fernández Almendras practicaba una observación, a distancia justa, de gente de pocos recursos en medios rurales. Premiada en los festivales de Sundance y Rotterdam, Matar a un hombre (parte también de la Competencia Latinoamericana del Ficmdp) representa un corte. Del campo a la ciudad, de la observación a distancia a la implicación moral y emocional, de la calma pueblerina a la paranoia y la violencia urbana, Matar a un hombre es algo así como un “relato salvaje” que no busca el alivio de la farsa o el humor negro. Siguiendo un esquema del relato de venganza más propio del mainstream estadounidense –aunque sin recurrir a ostentosas manipulaciones dramáticas–, Matar a un hombre narra la escalada de violencia a la que, según la tesis de la película, un “hombre común” se ve arrastrado, por culpa de la indiferencia de las autoridades, ante los crecientes abusos de un “pesado” sin escrúpulos. La película se abre sin duda a toda clase de polémicas y cuestionamientos. Pero no se puede negar que aquello a lo que apunta –la identificación con el protagonista del manso espectador de clase media-media baja– lo consigue, sin manifiestos golpes bajos.
* Sesime gel/Come to My Voice se verá por última vez hoy, a las 16.30, en el Auditorium. Ventos de agosto, hoy, a las 14, en la misma sala. Matar a un hombre, hoy, a las 17.30, en el Cinema 1.
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