Sábado, 27 de diciembre de 2014 | Hoy
CINE › LO QUE QUEDó DEL CINE ARGENTINO EN LA TEMPORADA 2014
De los 153 estrenos de la temporada pasada, la producción creció a 170. Y más allá del fenómeno Relatos salvajes, se consolidó lo que podría llamarse “producción mediana de calidad”. Hubo presencia en los festivales de Berlín, Cannes, Locarno y Rotterdam.
Por Horacio Bernades
Una gruesa producción, gran cantidad de estrenos y una ya endémica polarización de público volvieron a ser las coordenadas del cine argentino durante el año que termina. Tal como viene sucediendo de unos años a esta parte, los dos primeros factores siguen aumentando en progresión geométrica. Pero las películas a las que el público responde se cuentan con los dedos de la mano. Esta temporada ofreció, eso sí, la particularidad de que “el batacazo del año” (todos los años hay uno) alcanzó dimensiones históricas. Se trata, claro, de la representante argentina en la Competencia Oficial de Cannes, ganadora absoluta de los Premios Sur que concede la Academia de Cine y nominada local a los Oscar y a los Goya españoles. A cinco meses de su estreno, Relatos salvajes orilla los tres millones y medio de espectadores y se mantiene en cartel. Fenómeno sin duda impresionante, en el opus 3 de Damián Szifron puede verse –como El secreto de sus ojos o Metegol en años anteriores– al rey de un poblado populoso, pero monodependiente. De lo sucedido con él pueden sacarse, desde ya, las más diversas conclusiones.
Cifras: de los 153 estrenos de la temporada pasada, la producción creció a 170. Con ello se supera por primera vez la valla del 50 por ciento sobre el total de estrenos, que el año anterior apenas se había acariciado. La concurrencia histórica registrada por Relatos salvajes le permitió al cine argentino no sólo redondear su mayor cifra de venta de entradas de las últimas tres décadas, sino el mejor market share (porcentaje sobre las ventas totales) del siglo: un 18 por ciento del total, tres puntos más que el año pasado. Las tres películas argentinas más vistas del año colaron en el Top Ten general: Relatos salvajes, Bañeros 4: Los rompeolas y El misterio de la felicidad. Por otra parte, en un lustro la producción anual de films argentinos se duplicó, pasando de los ya asombrosos 85 estrenos del 2009 a los 170 de esta temporada.
Lo que se mantiene incólume, señalando una constante que ya es perfil, es el modo en que ese gigantesco pelotón se reparte el total de público. Un lustro atrás, El secreto de sus ojos había acaparado el 45 por ciento de público sobre el total de estrenos. Este año, el film-fenómeno de Damián Szifron vuelve a redondear exactamente el mismo porcentaje, confirmando que la economía del cine argentino se parece cada vez más a la del campo, regida por el monocultivo.
Claro que la hipotética condición de fracaso se mide en relación con las expectativas de público. Películas de aspiraciones masivas, como Betibú, Las insoladas, Arrebato, Amapola o El ardor, se dieron de bruces contra la cartelera, registrando concurrencias de 275 mil, 104 mil, 56 mil, 35 mil 20 mil espectadores, respectivamente. Otras, de pretensiones comerciales más recortadas aunque igualmente expectantes (Aire libre, El crítico, Refugiado, Dos disparos), tampoco fueron vistas por la cantidad de espectadores que se aguardaban, dejando ver el cuello de botella que ahoga lo que podría llamarse “producción mediana de calidad”.
En cambio, películas que no pretenden masividad –La ballena va llena, Marcos López, El escarabajo de oro, Mauro– se constituyeron en verdaderos microsucesos, como sucedió en años anteriores con Historias extraordinarias, El estudiante o Papirosen. Conviene prestar atención a un dato clave: ninguno de esos microsucesos hizo su carrera en una sala comercial. Todos se estrenaron en el todavía enclenque “circuito” (si puede llamarse así) de salas alternativas. Circuito que cuenta con una sala “fuerte”, la del Malba; una a la que el Gobierno de la Ciudad se ocupó de sacar de la cancha este año, la Lugones (se reabriría a comienzos de 2015); una que busca consolidarse, la del Bama, y una que parece no decidirse a mantener una programación regular, la de la Fundación Proa.
Más allá de que para la próxima temporada se anuncia la integración de una o dos salas a este circuito, en líneas generales el cine argentino sigue produciendo un cine alternativo que no tiene salida. Hay, claro, un tercer circuito, de características muy particulares en tanto apenas se propone ser “comercial”. Se trata de las salas Incaa, que mantienen un sostenido ritmo de inauguraciones en todo el país y que completan, con sus entradas a valores subsidiados, el rol de fomento, difusión y federalización que el Instituto de Cine debe cumplir y viene cumpliendo. Esas salas, con el Gaumont a la cabeza, permiten difundir películas que de otro modo difícilmente llegarían a la cartelera. Se trate de documentales sobre temas muy puntuales, pequeños a veces, o ficciones filmadas a pulmón –en general con una precariedad de recursos que muchas veces es también estética–, se trata de una política loable, pero que puede parecerse más a un salvavidas que a una pileta olímpica.
Con todo lo que puede tener de discutible (alguna disparidad entre episodios, el personaje de Bombita como agente catártico de una clase media que se siente maltratada), es indudable que Relatos salvajes cumple –como antes Carancho o, sí, El secreto de sus ojos– con un modelo de cine industrial de calidad, de alto nivel profesional y artístico, que debe ser una de las patas de la mesa del cine argentino.
Pero atención con dos particularidades de Relatos salvajes, que hacen a la excepcionalidad de su éxito. Una es su condición de antena de deseos y pánicos extracinematográficos, que el personaje de Ricardo Darín representa como ningún otro (pero también el de Sbaraglia). Otra, el infrecuente aporte del star system local, que tiene en los nombres de Darín, Sbaraglia y Darío Grandinetti tres de sus escasos representantes. Para acceder a uno solo de ellos se requiere de un presupuesto importante, que implica necesariamente el aporte de un coproductor europeo (en nueve de cada diez casos España, como aquí). Para acceder a tres de ellos juntos, tres veces más. No cualquiera está en condiciones de reproducir ese modelo.
El otro fenómeno que presentó la temporada fue la consolidación de lo que podría llamarse “producción mediana de calidad”, integrada por películas que, a diferencia de las de voluntad masiva, no se cuelgan del salvavidas del cine de género. Y a diferencia de las más resueltamente “de autor” –este año Jauja, Dos disparos, El rostro, El escarabajo de oro– no reniegan de formas de relato más o menos institucionalizadas. Este rubro se engrosó y, en términos artísticos, se afirmó, incluyendo no sólo films de realizadores con trayectoria (Anahí Berneri con Aire libre, Diego Lerman con Refugiado, Celina Murga con La tercera orilla), sino varias óperas primas. Deshora, de Bárbara Sarasola-Day; Los dueños, de Ezequiel Radusky y Agustín Toscano; Historia del miedo, de Benjamín Naishtat, y Atlántida, de Inés Barrionuevo (dos de ellas directoras mujeres, tres producidas en provincias), comparten con las anteriores una misma virtud, la de la rigurosa narración artesanal, y un mismo problema: son poco “llamativas”, para un público que sólo se siente convocado por grandes nombres o temas de consenso.
Todas las películas mencionadas en este apartado le dieron proyección internacional al cine argentino, gracias a su presencia en los festivales de Berlín, Cannes, Locarno y Rotterdam. Otra de las patas de la mesa.
Un tercio de la producción anual fue de documentales. Porcentaje muy alto, que refleja una necesidad social de vincularse con lo real, el fomento oficial a esta clase de cine y la salud y creatividad que el campo documental viene cobrando, a lo largo de las últimas décadas, en el mundo entero. Tres de los grandes autores del campo documental en actividad, Marcelo Céspedes, Edgardo Cozarinsky y Sergio Wolf, presentaron películas nuevas este año. Las tres se encaramaron, según quien escribe, en el Top Ten nacional de la temporada.
En cartel en el Malba durante casi tanto tiempo como Relatos salvajes en el circuito comercial, La ballena va llena no es, en verdad, obra única de Céspedes sino del colectivo Estrella de Oriente. Colectivo que el realizador de Los totos y Pulqui, un instante en la patria de la felicidad, integra junto al Tata Cedrón y varios artistas plásticos, con el eminente Daniel Santoro a la cabeza. Bastaba con ir a la salida de cualquier función de los viernes a la noche en el Malba para ver la cara de felicidad de los espectadores. Que serían uno o dos centenares “apenas” (comparado con las decenas de miles que pueden concurrir a un film comercial un fin de semana), pero quién les quitaba lo bailado. A ellos y a los realizadores.
Juego cómico-dadaísta con subtexto político, La ballena va llena narra, como Pulqui, una quimera tan absurda como épica y nostálgica. Allá consistía en reconstruir, a escala, un avión-emblema del peronismo histórico. Aquí, otro medio de transporte, algo más grande: un transatlántico que traslade a migrantes pobres del sur a algún país del norte. Pero convertidos en obras de arte, cuestión de que alguna fundación los acepte como tales. Filmada en ese estilo directo que Céspedes domina como pocos, La ballena... es uno de los ovnis más sorprendentes, de los films políticos más agudos y de las comedias más desternillantes que el cine argentino haya producido ya no en la temporada, sino en toda su historia.
En Carta a un padre, Edgardo Cozarinsky vuelve sobre los temas que le son más afines (la historia, el pasado, la memoria), profundizando el giro subjetivo que venía dando en sus películas previas. Como de costumbre, Cozarinsky liga la memoria personal con la colectiva, yendo en busca de la línea paterna de su familia, ligada a la colonización del litoral que un siglo atrás se conoció como de los “gauchos judíos”. También como de costumbre el tono es lírico, elegíaco, dado a las epifanías breves y fulgurantes. Esas epifanías hallan en el notable Fernando Lockett –que cada día fotografía mejor– su instrumento perfecto, haciendo de cada atardecer la cifra del paso del tiempo y de la vida. La escena final, un plano del ocaso largamente sostenido, es uno de los grandes momentos –tal vez el más bello– del cine argentino en el año.
De título inesperadamente lovecraftiano, El color que cayó del cielo, de Sergio Wolf, es uno de esos documentales que logran volver apasionante un tema que en los papeles podría parecer insoportablemente arduo. Los meteoritos, en este caso. Los meteoritos caídos a lo largo de su historia en Argentina, y aquellos que dedicaron (dedican) su vida a ellos. Para estudiarlos o para cazarlos. Cazadores de meteoritos, sí. Sobre todo uno, yanqui histriónico hasta la espectacularidad, comerciante astutísimo (ha hecho fortunas incontables con la compra y venta de roca espacial) y aventurero que parecería el hijo de Indiana Jones. Un poco como La ballena..., el opus 2 de Wolf aúna la investigación rigurosa con la curiosidad por lo desconocido, y todo ello con un exotismo de comedia de aventuras, ratificando que en la medida en que el cine de ficción tiende a volverse autista, el documental, por el contrario, se abre y prolifera en las direcciones más impensadas.
Que Mauro fue la mejor ópera prima y la mejor película de ficción del año no es algo que opine sólo quien escribe. Film-revelación, también, en tanto su realizador, Hernán Rosselli, parece haber surgido poco menos que de la nada, a una edad (35 años) en que lo más habitual es tener antecedentes. Con un elenco también desconocido, el propio film se corresponde, en su radical singularidad, con esta suerte de “salida de un repollo” por parte de su realizador, dedicado hasta ahora a ganarse el pan como montajista. Recortada sobre un conurbano reconociblemente sureño, también como en otro terreno La ballena va llena, Mauro es política por decantación, por pura profesión de realismo por parte de su realizador.
Profesión de realismo y usufructo no-esclavizante de códigos genéricos. El protagonista y su mejor amigo son laburantes, pero laburantes de la estafa. No al estilo Nueve reinas (los de Bielinsky eran cuentapropistas del curro; los de Rosselli, operarios a su servicio). Mauro y Luis dealean billetes falsos, trabajando para un “pesado” de la zona. Hasta que deciden ponerse por su cuenta, como los gangsters de los films de los años ’30 o los mafiosos de Scorsese. Allí termina el género, ya que el realismo de Rosselli es de sello casi documentalista. Así como su rigor y concisión narrativa, visual y expresiva parecen heredados de Robert Bresson. ¿Pastiche? En lo más mínimo. El debut más importante del cine argentino desde la aparición de José Celestino Campusano, Hernán Rosselli exhibe un mundo (un estilo) absolutamente autónomo, que evoca a otros pero se parece sólo a sí mismo.
Hablando de Campusano, y sin dejar de señalar que la de Rosselli constituye, con la de él, la única poética del suburbio del cine argentino contemporáneo (Pablo Trapero y Raúl Perrone partieron con otros rumbos), a lo largo de 2014 el nativo de Berazategui volvió a la cartelera por partida doble. Por un lado, Fango, que se estrenó con un par de años de atraso. Por otro, la recién concluida El Perro Molina. Fango tal vez sea la penúltima película del Campusano que conocemos (queda por estrenar Fantasmas de la ruta, de 2013). El Perro Molina, la primera de un Campusano que busca ser otro, sin dejar de ser el mismo. Relato en el que la violencia se arma con la inexorabilidad de una tragedia, atravesando grupos y tribus, Fango confirma al realizador de Vil romance como el único capaz de mostrarla en bruto. Sin juicio moral o social, sin condenas ni condescendencia.
En El Perro Molina, en cambio, ese ambiente es sometido a condiciones que lo neutralizan y debilitan, desde el desplazamiento de la ciudad al campo hasta la recurrencia (ahora sí, esclavizante) a tópicos genéricos. Sin dejar de lado una prolijidad en el acabado técnico que pule (en el sentido de volver roma) lo que hasta ahora era una bienvenida rusticidad. La próxima del realizador de Vikingo confirma su voluntad de desafío, en tanto transcurre en un ambiente de clase alta. Es de desear que su cine inimitable recupere filo, singularidad, capacidad de revulsión.
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