Miércoles, 21 de enero de 2015 | Hoy
CINE › ENTREVISTA A MARTIN FREEMAN, MáS ALLá DE EL HOBBIT
Tiene 43 años y ya forma parte de la “lista A” de Hollywood. Los cuatro años que pasó filmando con Peter Jackson para la trilogía basada en Tolkien no anularon sus opciones, las multiplicaron. Pero Freeman tiene algunos problemas para lidiar con la fama.
Por Craig McLean *
Corren tiempos extraños para Martin Freeman, de esos que hacen dar vuelta la cabeza. El encuentro para la entrevista se produce en el salón privado de un restaurante desierto en Bristol, y el tema principal es discutir el Holocausto. Es que en The Eichmann Show, realizado para la cadena BBC2, este actor inglés de 43 años interpreta a Milton Fruchtman, el productor televisivo estadounidense que persuadió a las autoridades israelíes para permitir que hubiera cámaras filmando el juicio de 1961 en Jerusalén a Adolf Eichmann, el oficial nazi de alto rango que fue el instrumento en la implementación de la llamada “Solución Final” que asesinó a seis millones de judíos. Noche tras noche, el juicio fue un evento mediático que diseminó los horrores del Holocausto en las salas de estar de 37 países. Fiel al contexto, el drama de la BBC no restringe el uso de material de archivo de los campos de concentración.
Entonces, uno se encuentra tomando un decoroso té chino en un decoroso hotel, discutiendo el horroroso pragmatismo de la letal burocracia nazi diseñada para una masacre de escala industrial. El todavía no vio la edición final del telefilm, que dura 90 minutos. Le comento el factor más escalofriante que enseña The Eichmann Show, con sus testimonios originales de los sobrevivientes registrados en la corte: que los nazis desparramaron las cenizas de los judíos asesinados en los mismos campos, para que la gente no resbalara. “Sí, eso me suena”, concede. “Fui a ver un campo cuando era muy joven, llamado Sachsenhausen, no muy lejos de Berlín: creo que había ahí algo similar que me dejó absolutamente shockeado. Tenía algo que ver con una pista de atletismo... la más banal inhumanidad”, dice enérgicamente, golpeando los nudillos contra la mesa. “Eso es lo que realmente aterroriza: que les fuera tan fácil de hacer, que fueran tan eficientes.”
Aficionado a la historia y la política, y habitual espectador de dramas de calidad –especialmente aquellos que involucran a sus congéneres–, Freeman cita una coproducción entre la BBC y cadena HBO de 2001, que abordaba la Conferencia de Wannsee, un encuentro de altos oficiales en 1942 en el que los nazis planearon el exterminio de los judíos. “Es algo que mostró extremadamente bien Conspiración”, dice, en referencia a la película que en 2001 protagonizaron Kenneth Branagh como Reinhard Heydrich y Stanley Tucci como Eichmann. “Porque eran personas bastante atractivas; bueno, no eran completamente atrac...”, dice casi sin aliento, interrumpiéndose de pronto, revisando la frase, cortándola. Es algo que Freeman hace a menudo, a medida que su mente demasiado rápida corre carreras con una lengua demasiado rápida. “Pero el personaje de Branagh es una persona inteligente, atractiva”, dice sobre el retrato que hace el actor del oficial principal de las SS. “Y si no fuera por el contexto de lo que estaba diciendo, uno podría decir ‘sí, quiero ir con este tipo, es muy cool, quiere que toda esta mierda quede bien hecha’”, dice Freeman imitando la energía del personaje, golpeando las palmas. “Y no hay nadie que lo vea mal, nadie que le parezca algo ruin. Es realmente, realmente muy aterrador.” Ciertamente, al ver The Eichmann Show, la frase de Hannah Arendt sobre “la banalidad del mal” –acuñada por la escritora mientras documentaba el juicio para The New Yorker, como manera de describir el soso, implacable comportamiento de Eichmann en el banquillo– suena más escalofriantemente apropiada que nunca.
Freeman es amigable, pero también agudo, una persona que no tiene temor a dar sus opiniones y a barrer con el perezoso reduccionismo sobre sus talentos como actor. Es un interlocutor atractivo, alguien con un aspecto querible, hasta inocente, pero sostenido por un eje de acero. No es uno de esos “actores de todos”, pero la lista de personajes que compone su historial reciente demuestra su versatilidad, y que puede hacer cosas aún mejores que su Tim Canterbury en la versión inglesa de The Office. En este momento, por ejemplo, está profundamente metido en el Dr. Watson. La entrevista tiene lugar al final del tercer día de filmación de la nueva temporada de Sherlock, la exitosa serie de la BBC que ha producido un fanatismo sin precedentes. Hasta puede decirse que ha sido arrasada por esa manía masiva. Lo cual, según parece, trae complicaciones a la realización del programa: la filtración en la red de imágenes del traje que iba a vestir el Dr. Watson en el especial de Navidad es la menor de las preocupaciones del elenco.
En los cines, mientras tanto, otra de las derivaciones del diverso currículum de Freeman tiene un alcance mucho mayor. La última película de la trilogía realizada por Peter Jackson sobre El Hobbit sigue atrayendo masas de espectadores en todo el mundo. Al momento de escribirse esto, la recaudación mundial de la película se acerca a los mil millones de dólares, la misma cifra que recaudaron las dos anteriores. Al fin, la climática conclusión filmada en Nueva Zelanda, pletórica de escenas de guerra, le puso fin a la extendida adaptación en tres partes de lo que J. R. R. Tolkien escribió como un cuento largo. Y termina con un gran estruendo, no sólo por el sonido de los golpes de armas de los enanos en el cráneo de los orcos.
Entonces, cuatro años después de embarcarse en una agenda de filmación que lo envió repetidas veces a los confines del mundo (lo cual, para un británico con una joven familia, es aún más lejos que la Tierra Media), para Freeman han terminado los días de calzarse los grandes pies de Bilbo Bolsón y su enmarañada cabellera. ¿Es causa de lágrimas? ¿O una suerte de celebración del propio Bag End de Freeman, la casa que comparte en Hertfordshire, al norte de Londres, con la actriz Amanda Abbington (que también trabaja en Sherlock) y sus hijos Joe, de ocho años, y Grace, de seis? Al parecer, ninguna de las dos cosas. “Al terminar un trabajo, no me llevo nada conmigo”, insiste Freeman sobre sus personajes, sean Ricardo III o el Lester Nygaard de Fargo: el año pasado encarnó al primero en el escenario de los estudios Trafalgar, el segundo en la televisión estadounidense (Fargo ganó dos Emmy y, la semana pasada, un Globo de Oro a la Mejor Miniserie). “No extraño a nadie”, asevera. “En la gira mundial de promoción que hicimos con La batalla de los cinco ejércitos, ésa fue la pregunta que me hicieron unas cuarenta veces al día: ‘¿Extrañás a Bilbo?’. Y no, no lo extraño, porque no estoy mentalmente enfermo... ¡Bueno, lo estoy, en varios sentidos!”, dice y se ríe. “Pero no estoy tan disociado. No creo que Bilbo sea real, y no pienso de ninguna manera que soy él”, señala con un tono que suena terminante.
Con lo cual, sí, es feliz de haber matado su último orco, aunque más no sea porque “siempre me gusta terminar los trabajos, incluso cuando los disfruto”. Seriamente enfocado en el trabajo que tiene entre manos, este hombre siempre bien vestido odia “la sensación de tener esos pequeños lazos sueltos que hay que atar”. Es por eso que fue más que feliz de tener el protagónico solo en la primera temporada de Fargo, a pesar de su éxito en el rating y con la crítica. Y por lo que, presumiblemente, estará siempre agradecido a Ricky Gervais y Stephen Merchanty por haber terminado The Office con gracia y justo a tiempo. Sherlock está bien: es una serie recurrente, pero que vuelve de manera intermitente. Principalmente, al parecer, cuando las agendas de trabajo cada vez más insanas de Freeman y Benedict Cumberbatch pueden sincronizarse. Aun cuando el trabajo está bien acotado: tres episodios de noventa minutos o, como en el caso navideño, un solo especial. “¡Para los estándares estadounidenses es nada!”, dice sobre el rol que le significó un premio Bafta y un Emmy. “¡Incluso para los estándares británicos es bastante corto! No son ocho meses del año, y no es cada año. Es muy intermitente, y es lo que hace que yo pueda hacerlo. No sé el caso de Ben, pero yo creo que si estuviéramos con eso durante ocho meses del año, cada año, rápidamente perdería mucho de su encanto. Algo de su brillo ya se habría perdido.”
Cuando se escucha a Freeman hablar de la filmación de Sherlock, puede entenderse el porqué de sus afirmaciones. En las locaciones londinenses, el set está regularmente rodeado por hordas de fanáticos. ¿Esto sucede también en Bristol? “Empezó el otro día”, admite. “No son cientos de personas sino decenas, la mayoría mujeres jóvenes.” Esto puede ser un desa-fío para cualquier actor. Pero quizás es un reto doble para una “celebridad” que odia todo lo que tiene que ver con ese término y evita los medios y las redes sociales. De manera nada sorprendente, entonces, él admite que el acoso de los fanáticos le causa problemas a él y al igualmente Facebook-fóbico Cumberbatch. “Cuando estamos filmando en nuestro cuartel general de Baker Street, es difícil hacer el trabajo. Y no me gusta. No me gusta, para nada”, dice con voz grave. No es que la gente les esté gritando a los actores, dice. “No, no es eso. Pero...”, dice y suspira. “Es como tratar de actuar en una première”, señala, en referencia a los habituales amontonamientos de alfombra roja. “Es exactamente eso. Yo nunca...” Hace una pausa y sonríe levemente. “Yo no estuve en The Beatles, pero nunca vi algo como esto. Hay como una sobrecargada sensación de excitación, y cada vez que nos asomamos hay un aplauso y tratamos de frenarlos... o, si estamos haciendo una escena y el director grita ‘¡corten!’, otra vez aplausos. Y dan ganas de explicar que no es un concierto...”
Y todo ese tiempo, los dos actores están tratando de mantenerse en la cabeza de la relación Sherlock/Watson. “Claro”, responde rápidamente. “Mientras tanto, ahí hay cientos de personas tomándote fotografías y sosteniendo carteles”, explica y hace una pausa. “Por supuesto, tratás de ser comprensivo y ponerle gracia al asunto. Y obviamente, apreciamos mucho, todos nosotros, el hecho de que la gente ame lo que hacemos. Pero al mismo tiempo, sí, no hace que tu trabajo sea más fácil.”
Sherlock, El Hobbit, Fargo: es ciertamente un recuento que suena a un diploma de honor.
Inmediatamente después de completar las cinco semanas de filmación que insumirá Sherlock, Freeman partirá a Nuevo Mexico, que hará las veces de Afganistán para la película The Taliban Shuffle. Es una adaptación de un libro de memorias en tono ligeramente de comedia escrito por un corresponsal de guerra estadounidense, en la que también actuará Tina Fey. Pero en este momento, aun cuando está absolutamente enfrascado en el trabajo para Sherlock y apenas si consiguió recuperar el aliento tras todo el ruido generado alrededor de El Hobbit, encuentra tiempo para reservar a una charla sobre The Eichmann Show. No tiene nada que ver con el ego de los actores: para él ésta es una producción importante, no sólo por lo que es o quién actúa en ella, sino por el tema que aborda. Y Freeman sabe que hagan lo que hagan él o sus compañeros de reparto en pantalla, no podrán competir nunca con el horroroso drama que se ve en las imágenes de archivo.
Por supuesto, admite, ha habido otros holocaustos. Stalin mató a más gente. Más recientemente, los tutsis y los hutus también. Pero el intento de exterminio total de los judíos europeos se llevó a cabo en el tiempo de sus padres y a poco más de una hora de vuelo. “Y un acto cometido por un país excepcionalmente civilizado. ¡La mitad de nosotros somos en parte germanos! Generalmente, la mitad del lenguaje y la cultura anglosajona es germana. ¡Nuestra familia real lo es!”, exclama, agitado y con los colores subidos. “Eso es algo que está bastante cerca de noso-tros. Y un indicador muy claro, si alguna vez es necesario, de que uno no anda buscando demasiado demonios o seres malvados, porque están ahí: somos nosotros. Por eso, en parte, es tan necesario que recordemos todo. “Y también –concluye Freeman–, por qué es tan importante que respetemos a toda esa gente que fue asesinada.”
* De The Independent, de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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