CINE › “LA CONDESA BLANCA”, CON RALPH FIENNES
› Por L. M.
LA CONDESA BLANCA
(The White Countess) Estados Unidos/Gran Bretaña, 2005.
Dirección: James Ivory.
Guión: Kazuo Ishiguro.
Intérpretes: Ralph Fiennes, Natasha Richardson, Vanessa Redgrave, Lynn Redgrave.
Shanghai, 1936. La ciudad está en plena ebullición. Los ecos de la inminente guerra en Europa se hacen sentir en las tertulias de los clubes de la Concesión Internacional, donde los occidentales discuten vanamente el futuro inmediato. Mucho más cerca, la sombra ominosa del imperialismo japonés se cierne sobre China. Intentando abstraerse de esa realidad cruel, que ya le arrebató todos sus motivos para vivir –una bomba mató a su familia y lo dejó ciego–, el norteamericano Todd Jackson (Ralph Fiennes) sueña en sus propias tinieblas: fabula con un mundo ideal, con un club nocturno lujoso y poblado de gente de todos las razas y nacionalidades, occidentales y orientales, comunistas y nacionalistas, algo parecido a lo que alguna vez quiso lograr cuando integraba como diplomático la Liga de las Naciones. Un caballo ganador en una tarde de turf le pondrá ese sueño en sus manos. Y un encuentro casual lo convencerá de que Sofia Belinskya (Natasha Richardson), una condesa rusa en el exilio, que sobrevive en Shanghai vendiendo su elegancia como escort en las pistas de baile, es la mujer ideal para acompañarlo en ese sueño.
A partir de un guión original del novelista Kazuo Ishiguro, el director James Ivory vuelve a su tema de siempre, que lo obsesiona desde los tiempos de De Shakespeare con amor (1965), donde seguía las desventuras de una compañía teatral británica en el corazón de la India: un grupo de extranjeros encallado en una cultura ajena y muchas veces indescifrable. Les sucedía a los ingleses cegados por la luz del Mediterráneo en Un amor en Florencia, a los exiliados de Trampa pasional, a la familia norteamericana en París de La hija de un soldado también llora, o a la inglesa romántica perdida en la India de Noches de Oriente, por citar apenas un puñado de títulos.
Aquí el material de base tiene todos los elementos para sumarse a ese cuerpo de obra, pero se diría que Ivory no logra decidir qué rumbo exactamente quiere tomar con su narración. El problema nace en el guión de Ishiguro: a veces pone el acento en esa aristocrática familia rusa que no logra habituarse a los rigores del exilio (encarnada por las tres damas de la dinastía Redgrave-Richardson) y en otras se deja ganar por el melodrama anodino de ese americano impasible, que asiste al desmoronamiento del mundo desde su pequeño paraíso privado, condenado a ser arrasado, como todo lo demás. Si el film alcanza a materializarse más allá de sus indecisiones de forma y contenido, es gracias al trabajo de cámara de Christopher Doyle (colaborador habitual de Wong Kar-wai entre otros grandes cineastas asiáticos), que aporta un grado de sorpresa y de energía que le faltan a la puesta en escena.
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