CINE › LA DANZA DE LA REALIDAD, PRIMERA PELíCULA DE ALEJANDRO JODOROWSKY EN VEINTITRéS AñOS
Con el último Fellini como referencia, el cineasta –y escritor y chamán– pone a uno de sus hijos, Brontis Jodorowsky, a interpretar a su abuelo paterno. Este, en el film, abandona a su clan y comienza un camino de cicatrización y transfiguración en el exilio.
› Por Diego Brodersen
Que se estrene comercialmente en la Argentina La danza de la realidad, el regreso de Alejandro Jodorowsky al cine luego de un paréntesis de veintitrés años, es una rareza y un motivo para celebrar, más allá de la valoración que pueda hacerse sobre su último largometraje. Reconocido en nuestro país fundamentalmente por su faceta de escritor y chamán –el chileno es el creador de una técnica terapéutica llamada “psicomagia”–, sus películas han sido atesoradas por varias generaciones de cinéfilos, aunque no tanto por sus seguidores en el campo “espiritual”. Caso extraño que hermana su faceta como cineasta con la de Bruce Lee: en ambos casos, sus creaciones para la pantalla intentaron reunir y encauzar didácticamente trazos filosóficos o místicos en un puñado de narraciones cinematográficas (muy populares en el caso del chinonorteamericano, no tanto en el universo fílmico de Jodorowsky), que finalmente fueron recibidas con los brazos abiertos por un grupo de espectadores –masivo o reducido, poco importa– para quienes ese trasfondo resulta apenas secundario, siempre unos pasos detrás de las formas y movimientos de la superficie.
Ciudadano del mundo –vivió en su Chile natal, en Francia durante algunos años y finalmente en su país de adopción, México–, poeta, dramaturgo, historietista y mimo eventual, tarotista, tuitero empedernido y director de cine esporádico, aunque consecuente con sus ideas sobre el medio, Jodorowsky es una suerte de hombre renacentista reinventado por la generación de Carlos Castaneda. Su breve filmografía (apenas siete largos y un corto a lo largo de casi seis décadas) es cualquier cosa menos arbitraria y su centro de poder descansa, no casualmente, en sus dos películas más famosas: El topo (1970) y La montaña sagrada (1973), ambas realizadas en México y justamente llamadas “de culto”, a tal punto de que su mera mención parece volver a poner en el lugar preciso a esa expresión devaluada por el abuso. Historias de trasformación y crecimiento personal, de muerte y resurrección metafísica, en ambos films la imaginería surrealista, los golpes de violencia real y simbólica y una capa de crítica política y social levitan por sobre cualquier imperfección técnica o creativa. El cine de Jodorowsky nunca fue ni quiso ser perfecto o bello en un sentido tradicional.
La danza de la realidad es, en más de un sentido, una continuación de sus búsquedas cinematográficas, que siempre han tenido vínculos con otros realizadores y territorios: el spaghetti western en El topo, el giallo en Santa Sangre, el universo de Buñuel en Fando y Lis. Ahora la referencia más evidente (pero no la única) es la del último Fellini, el más autobiográfico y formalista. Rodada parcialmente en Tocopilla, el pueblo natal de Jodorowsky en el norte de Chile, la película es un viaje a un pasado real e imaginario en partes iguales, en el cual uno de los hijos del realizador, Brontis Jodorowsky, interpreta a su abuelo paterno, en algún momento entre fines de los años ’30 y comienzos de los ’40. Estalinista ateo de origen judío (ninguna paradoja allí, afirma el film), el Jodorowsky padre de la ficción es un hombre duro e inflexible a la hora de educar a su hijo (el debutante Jeremias Herskovits): en una de las primeras escenas, preocupado por sus actitudes de “mariquita”, lo llevará a la peluquería para cortar esa cabellera demasiado larga y dorada.
Su madre, en cambio, personaje que dialoga sin excepciones en forma de canto, como en una ópera de lo cotidiano, es la madraza protectora, puro y eterno amor lactante (rotunda la presencia de Pamela Flores en ese rol, de una enorme entrega actoral). Pero como suele ocurrir en el cine del realizador, nada permanecerá inmutable con el tiempo. La madre, por caso, devendrá en entregadora de verdades y se transformará en guía ante la llegada de la pubertad. El padre, luego de pergeñar un plan para asesinar al dictador Carlos Ibáñez del Campo –anacronismo que no parece partir de un error de la memoria sino de una construcción histórica que cruza tiempos y espacios, un Chile políticamente mitológico–, abandonará a su clan y comenzará un camino de cicatrización y transfiguración en el exilio. Típico asunto de familia: otros dos hijos del director tienen roles dentro y fuera de la pantalla, y el propio A.J. aparece como una cruza de coro griego y ángel de la guarda.
Como casi todas sus películas, La danza de la realidad es grotesca en varios pasajes. En otros, obvia, fea y torpe. Siempre consciente y orgullosa de su artificio, alejada tanto del academicismo como del miedo al ridículo, visualmente agresiva y barroca (¡esa reunión del P.C., esa curación mediante una lluvia dorada, esa banda de lisiados antisemitas!). A pesar de ello, difícilmente adquiera status de clásico en la obra del realizador. Como en las menos interesantes de las películas tardías de Fellini, cierto regodeo en la endogamia estilística y la autocomplacencia derriba los atisbos de frescura genuina, aunque hay algo ciertamente indiscutible: varias de sus imágenes resultan imposibles de olvidar. ¿Artista, bromista, farsante? Dudas que Jodorowsky ha protegido y cultivado a lo largo de toda su carrera.
Chile/Francia,
2013
Dirección y guión: Alejandro Jodorowsky.
Fotografía: JeanMarie Dreujou.
Montaje: Maryline Monthieux.
Música: Adan Jodorowsky.
Duración: 130 minutos.
Intérpretes: Brontis Jodorowsky, Pamela Flores, Jeremias Herskovits, Alejandro Jodorowsky, Bastián Bodenhöfer.
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