Mar 06.09.2005
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CINE

La otra avanzada del cine oriental

Las estrellas de Hollywood tuvieron su gran día, pero la Mostra va más allá de las luces, con una ambiciosa retrospectiva del cine chino y japonés. Los argentinos también dijeron presente.

› Por Luciano Monteagudo
Desde Venecia

“Giornata di stelle alla Mostra”, titularon los principales periódicos italianos. Es que ayer, como si se hubieran confabulado, llegaron al Lido todas las estrellas de Hollywood juntas: Russell Crowe y Renée Zellweger para presentar El luchador, de Ron Howard (que se estrena esta semana en Argentina); Anthony Hopkins por La prueba, versión de la obra teatral de David Ausburn que el director John Madden ya había puesto en escena en el West End de Londres; John Turturro para presentar su segundo film como director, el musical Romance and Cigarettes; la francesa Juliette Binoche, que protagoniza Mary, la nueva de Abel Ferrara... El embarcadero privado del Excelsior, el señorial hotel de la Belle Epoque que sirve de centro a la Mostra, se convirtió en una fortaleza inexpugnable, con los carabinieri apostados en todos los rincones y los paparazzi, como francotiradores, en los balcones y azoteas.
Al margen del sonido y la furia de Hollywood, que utiliza al Festival de Venecia como plataforma de lanzamiento de sus películas en la inminente temporada de otoño europea, la Mostra –a la que ayer llegaron también los representantes del cine argentino, ver aparte– tiene este año una propuesta sin duda menos vistosa pero mucho más significativa: “La historia secreta del cine asiático”, una retrospectiva monumental dedicada a los dos colosos de la región, la República Popular China y Japón. Consustanciado con el espíritu de la ciudad, que históricamente siempre fue un puente entre Oriente y Occidente, el director de la Mostra, Marco Müller, a la manera de un nuevo Marco Polo, viajó al otro extremo del mundo y trajo consigo perlas cultivadas a orillas del Pacífico, muchas de ellas casi desconocidas hasta ahora fuera de sus países de origen.
“En el año en que se cumple el centenario del nacimiento del cine chino, nos decidimos a revisar su herencia a partir de su momento de esplendor y de algunos de sus epígonos”, dice Müller de su selección de “sombras eléctricas”, como poéticamente llaman a las películas en China. Con el apoyo de la fundación italiana Prada y la filmoteca de Pekín, se restauraron diez obras maestras de la producción de Shanghai de los años ’30 y ’40, a las que se sumaron otros cinco títulos de fechas más recientes, que dieron origen a la Quinta y Sexta generación de cineastas, responsables de la renovación del cine chino a fines del siglo pasado.
El capítulo dedicado al cine japonés es aún más ambicioso y, gracias a la colaboración del National Film Center de Tokio y a la Japan Foundation, se reunieron aquí en Venecia 36 largometrajes que van desde el cine mudo hasta los años ’70. Algunos de estos títulos ya se vieron en Buenos Aires en la Sala Lugones, en las retrospectivas dedicadas a Mizoguchi, Misumi y Fukasaku. Pero otros son auténticos descubrimientos, como es el caso de Sadao Yamanaka (1909-1938), un cineasta revalorizado por las nuevas generaciones, que vieron en los únicos tres films que se han conservado de su obra un director adelantado a su tiempo y de quien les gustaría sentirse herederos. Esa azarosa trilogía –integrada por La vasija del millón de ryó (1935), Kóchiyama Söshun (1936) y Humanidad y globos de papel (1937)– deja ver a un auténtico autor, uno de esos directores que aún en el marco del rígido sistema de estudios (en su caso la compañía Nikkatsu) fue capaz de hacer un cine personal y de características propias. Obsesionado con la imposibilidad de distinguir lo verdadero de lo falso, Yamanaka se ocupó principalmente de personajes marginales y de exponer al dinero como primer motor de la sociedad.
Perteneciente a otra generación y por lo tanto con un estilo muy diferente, Seijun Suzuki (nacido en 1923 y aún en actividad) es otro de los cineastas japoneses a descubrir. “Maestro de la clase B” fue el título con el que siempre se honró a Suzuki, una personalidad rebelde, que le valió su expulsión de los estudios Nikkatsu, por su peculiar manera de salirse de los estereotipos y utilizar los géneros como campos de experimentación. Es el caso no sólo de sus films más difundidos fuera de Japón, como Tokio Drifter y Branded to Kill, sino también de dos rarezas vistas ahora en Venecia, Fighting Delinquents (1960) y Detective Bureau (1963), donde en el rabioso uso del color se adelanta a la cultura pop y donde plantea, siempre bajo la superficie del cine de acción, la colisión entre tradición y modernidad, entre Oriente y Occidente, entre el samisen y la guitarra eléctrica, el gran dilema de la cultura japonesa de posguerra.
Quien quizá sea el único heredero de Suzuki, Takashi Miike, también está en la Mostra y presentó, fuera de concurso, La gran guerra de los espíritus, una de las mayores superproducciones del cine japonés reciente. Esto es una novedad para Miike, que hasta ahora era considerado, como Suzuki, un director de películas de bajo presupuesto, de las que lleva realizadas más de 60 en menos de quince años. La otra novedad es que el nuevo film de Miike –cuyo cine siempre se caracterizó por una violencia sádica– está concebido para un público juvenil, como si fuera una extraña mezcla entre Harry Potter, El señor de los anillos y El viaje de Chihiro. Dueño de una imaginación visual desbordante, Miike se alimenta de la mitología de los Yokai, criaturas del folklore japonés que no son monstruos ni fantasmas sino espíritus misteriosos, algunos benignos y otros no tanto, e imposibles de ver para la mayoría de los mortales, salvo para el pequeño protagonista, que con ayuda de los Yokai enfrenta a unas fuerzas oscuras y malignas alimentadas por el resentimiento humano. Lo que podría ser un producto por encargo, Miike lo transforma en una fiesta féerica, una pesadilla lisérgica que parece provenir del inconsciente colectivo más profundo del Japón.

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