CINE › SE LEVANTA EL VIENTO, FILM DE ANIMACIóN DEL JAPONéS HAYAO MIYAZAKI
Basada en una historieta del propio Miyazaki, la película surge como un canto de amor y un homenaje al mundo de la aviación. Pero es también el retrato de una vida en tiempos turbulentos y una suerte de “despedida” de un modo de concebir el cine.
› Por Diego Brodersen
El último largometraje de Hayao Miyazaki (último en todo sentido: hace poco más de un año el fundador de Studio Ghibli anunció su retiro definitivo) lo encuentra dando una vuelta completa al círculo de su vida profesional y creativa, el regreso a un tono más realista y dramático, equiparable al de aquellos trabajos para la televisión japonesa que lo tuvieron, en sus inicios en el oficio, como dibujante de fondos y diseñador de escenas de las series Heidi y Marco, de los Apeninos a los Andes. Se levanta el viento, basada en una historieta del propio Miyazaki, fue indudablemente un proyecto de enorme importancia personal para el realizador y su inflexión melancólica y empapada de tristeza exuda de principio a fin un sentimiento de despedida, de separación. Es, asimismo, un canto de amor y un homenaje al mundo de la aviación, en particular al de aquellos ingenieros que hicieron posible que el sueño de dominar el aire se haya transformado en concreta realidad, idea que atraviesa tangencialmente muchas de sus películas bajo la forma de fabulosas naves voladoras y que en Porco Rosso (1992) ocupaba el centro de la historia.
A diferencia de una porción importante de su filmografía, Se levanta el viento elimina cualquier atisbo de elemento fantástico –con la evidente excepción de las secuencias oníricas que recorren el film– para afincarse en un realismo que le ha valido más de una crítica en su retrato del ambiente militarista del Japón de los años ’20 y ’30 (para este redactor, absolutamente injustificadas). Y es que el protagonista es Jiro Horikoshi, el joven ingeniero aeronáutico responsable del diseño exitoso de varios de los aviones caza utilizados por el gobierno japonés durante la Segunda Guerra Mundial. En ese sentido, la película de Miyazaki puede entenderse como el retrato de una vida en tiempos turbulentos, una biopic hecha y derecha; elección consciente y deliberada del realizador de Mi vecino Totoro y El viaje de Chihiro que, en varios pasajes, carga el relato de un cierto convencionalismo narrativo. A pesar de ello, una escena temprana como la del terremoto a bordo del tren (el Gran terremoto de Kanto de 1923) es el mejor ejemplo de su magistral manejo de las herramientas de la animación y el conocimiento de que su materia constitutiva permite una maleabilidad que ni el registro de lo real ni el hiperrealismo de la mímesis digital son capaces de alcanzar.
Los sueños en un sentido metafórico son los motores de la narración y de la vida del protagonista: crear mejores aviones, vencer las fuerzas de la gravedad y la fricción, compensar la falta de buenos materiales y motores con un diseño novedoso. Los sueños reales acompañan al Horikoshi de la ficción desde la primera hasta la última escena: sueños irreales, imposibles y mágicos que incluyen la presencia de Giovanni Caproni, el pionero de la aviación italiana. (Difícil saber cuántos tintes autobiográficos se revelan en el film, pero baste decir que el padre de Miyazaki estuvo a cargo de una empresa encargada de fabricar piezas para los aviones nipones durante la Segunda Guerra.) Y luego está la realidad. La de un Japón ahogado por los problemas económicos y el desempleo y de una carrera de militarización y expansión territorial que llevaría a su pueblo a la guerra y al desastre de la derrota: “Japón va a explotar. Alemania también”, le dice al joven ingeniero un compañero ocasional de mesa cuando el conflicto ya es inminente. Finalmente, la ironía de que esos sueños hechos rotunda realidad terminarán siendo utilizados para alimentar la maquinaria de destrucción bélica. Como dice Caproni a bordo de una de sus máquinas voladoras: “Los aviones son sueños hermosos, pero también una maldición”.
En la última parte del film la relación del protagonista con una mujer que eventualmente se convertirá en su esposa cobra especial protagonismo. Como la madre de las niñas que encuentran en el bosque a Totoro, la joven sufre las consecuencias de la tuberculosis, condición que amenaza la existencia misma de esa relación y que acerca a la película al terreno del melodrama clásico (otro elemento autobiográfico: la madre del realizador estuvo muchos años hospitalizada por esa enfermedad). Y de clasicismo precisamente está hecha Se levanta el viento, de un estilo de animación que el realizador sin dudas presiente en extinción –al menos en el terreno del largometraje de cierto presupuesto–, transformado en anacronismo por la dictadura de los volúmenes y texturas digitales. Como la despedida de Caproni hacia el final de la película, el adiós del sensei Miyazaki tal vez no sea otra cosa que la añoranza por el fin de una era.
(Kaze tachinu; Japón, 2013)
Dirección y guión: Hayao Miyazaki.
Supervisión de animación: Kitaro Kosaka.
Montaje: Takeshi Seyama. Música: Joe Hisaishi.
Duración: 126 minutos.
Voces: Hideaki Anno, Hidetoshi Nishijima, Miori Takimoto, Masahiko Nishimura, Mansai Nomura.
Se estrena exclusivamente en idioma original subtitulado al español y con calificación Sólo apta para mayores de 13 años.
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