Martes, 21 de abril de 2015 | Hoy
CINE › BAFICI > TRES EXPONENTES BIEN DISTINTOS EN LA COMPETENCIA ARGENTINA
En Todo el tiempo del mundo, Rosendo Ruiz busca encauzar las diferentes voluntades de un trabajo colectivo; Julieta Sans retrata con justeza una faceta poco conocida de la Villa 31 en Guido Models; Victoria, de Juan Villegas, es un notable ejercicio de cámara.
Por Horacio Bernades
Ficciones débiles y documentales fuertes en el Bafici. Tanto Mar, de la realizadora chilena Dominga Sotomayor, como Todo el tiempo del mundo, del sanjuanino Rosendo Ruiz (cordobés por adopción), parecen sufrir de cierto pánico por la ficción. Se asoman tímidamente a ella, plantean algún conflicto embrionario, personajes tentativos, y llegan hasta ahí. Como si meterse más a fondo conllevara el riesgo de la estandarización ficcional: estructura dramática en tres actos, actores actuando dramas, clichés dramáticos, etcétera. Victoria y Guido Models, por el contrario, confían a fondo en la capacidad del documental para penetrar lo real, para asomarse más allá de lo visible, para ver lo que no se presenta a los ojos. En el caso de Guido Models, revelando uno de esos mundos que están en éste pero no suelen verse: una escuela y agencia de modelos que funciona en la Villa 31. En el de Victoria, descubriendo, más allá de la apariencia de una persona “como todas” (esa invención del terror consensual), a un ser tan singular y exquisito como idealmente deberíamos serlo todos.
En De martes a domingo (Bafici 2012, estrenada al año siguiente en la Lugones), la santiaguina Dominga Sotomayor trabajaba con precisa delicadeza la tensión entre lo manifiesto y lo latente, agrietando una situación de absoluta cotidianidad (unas breves vacaciones familiares) para dejar ver, muy de a poco, que se trataba del último viaje juntos. Filmada en Villa Gesell, con actores argentinos y equipo técnico mixto, Mar es como un borrador de aquélla. Lo cual sería aceptable si la hubiera antecedido, pero preocupante siendo posterior. Ahora no se trata de una familia, sino de una pareja de novios, que tampoco la pasan bien en sus vacaciones. Parecería ser él el más problemático, y no por cómica (en un tono próximo al de Martín Rejtman) la aparición de su avasallante mamá deja de representar un intento de explicación psicologista del encule en el que el muchacho parece instalado. Allí donde la temporalidad del título reflejaba, en De martes a domingo, la dosificadísima progresión de signos de disolución, el mar humano de Mar no parece tener –a pesar de algunos planos submarinos, de intención demasiado obviamente metafórica– ni olas ni trasfondo.
“Es una película encargada por un colegio secundario privado de Córdoba, que se filmó como cierre de un taller de cine que hicimos con los alumnos”, apunta Rosendo Ruiz, algo arrepentido de no haber incluido la aclaración en los créditos de inicio. Que la produjo el colegio Dante Alighieri es imposible de no percibir durante los primeros minutos, en los que cada chico que aparece luce, bien grande, el logo del cole en la remera. Que se trata del producto de un taller se adivina al ver que los autores de guión son siete (Ruiz, el último de ellos), lo cual deja ver una creación colectiva. Pero el dato básico, más que el del número de guionistas, es su condición de docente y alumnos de un taller. Técnicamente impecable, diáfanamente iluminada y espléndidamente actuada (las previas De caravana y Tres D mostraban concluyentemente lo bien que Ruiz dirige actores), Todo el tiempo del mundo es una película que, como sus protagonistas, no llega muy lejos.
No se propone llegar muy lejos, dirán sus defensores (que los tiene, y no pocos). Pero justamente ese no proponerse es lo que, a juicio de este cronista, la limita. La historia es apenas un soporte, y no hay nada de malo en eso: un alumno de tercer o cuarto año convence a dos de sus compañeros (una chica y un chico que quiere ser chica) de ir en busca de una de esas comunidades serranas que postulan un regreso a “lo natural”. Emprenden el viaje, con sus mochis, su carpa y su comida, y terminan quedándose en una casa cuyos dueños no habitan fuera de temporada. Boludean, hacen alguna caminata, charlan de bueyes perdidos, una noche se emborrachan. Ciertos embriones dramáticos (una vaga pero perceptible tensión sexual entre dos de ellos, la voluntad de cambio de género del tercero) quedan en eso, en embriones. “No quise forzar lo que no surgía de ellos”, explica Ruiz, que sí logra filmar la inmanencia, ese olor a espíritu adolescente de los tres protagonistas. Sobre todo de la chica, dueña de un carisma de alto contagio. Pero eso parece poco.
Inmanencia es lo que filma Juan Villegas en Victoria, primer documental del realizador de Sábado, Los suicidas y Ocio. Inmanencia de su protagonista, Victoria Morán, cuyo sueño es poner una tanguería “en la que termine de cocinar y suba al escenario a cantar.” Ese cruce entre la “normalidad” de barrio y una condición de artista nata, que la señora descubrió a los 18 y no dejó de desarrollar de allí en más, es la esencia de su protagonista. Victoria Morán es una música notable, que no sólo canta (tangos, sobre todo, pero también canciones criollas) como los dioses, sino que a la hora de pararse frente a un micrófono sabe todo lo que hay que saber. Villegas filma las condiciones materiales de esa esencia –Victoria rodeada de los suyos, mateando, cocinando, comiendo facturas; Victoria cantando, grabando, dando clases de canto– y busca en los primeros planos la esencia misma. Con un trabajo memorable del hasta aquí desconocido camarógrafo y director de fotografía Felipe Sánchez García, Victoria es una lección definitiva de cómo usar la cámara para relacionarse a fondo con un personaje: con planos fijos, largos, cercanos e inquisitivos, como un cazador que ama hondamente a su presa.
“Sonia presenta un vestido cuyos colores son un homenaje a la bandera de mi país”, anuncia en un desfile el modisto boliviano Guido Fuentes, que no sólo no reniega de su origen sino que lo proclama con un orgullo sereno, que no necesita de énfasis nacionalistas. Orgullo que Fuentes estimula en sus discípulas, resaltando por ejemplo que Sonia es paraguaya. “Estamos todas molidas”, le avisa a su mamá durante un breve tour a Cochabamba, y no termina de saberse si es un fallido u otra muestra de orgullo, en este caso sexual. Elección en la que, como la que tiene que ver con sus orígenes, no necesita andar sacudiendo plumas. Diseñador de modas, Fuentes vive y trabaja en la Villa 31 y de allí son también sus modelos. Incluyendo dos verdaderas protodiosas, que apuntan perfectamente para top models.
¿Mimesis semicolonial de un modelo de chica tilinga? Se diría que para nada: Fuentes tiene muy claro que trabajar de modelo no importa por lo chic, sino como modo de salir de la villa. ¿Salir para ser lo que no son? No, para ser lo que pueden ser. Para tener una vida mejor. ¿Mejor por más burguesa? No, mejor por mejor calidad de vida. Resueltamente empática, la debutante Julieta Sans filma a Guido y sus chicas en su ambiente y en la pasarela, integrando ambos espacios, tal como ellos lo hacen o aspiran a hacerlo. Desbordando valor icónico, el seguimiento inicial de unos tacos altos, que evolucionan con elegancia entre charcos y el asfalto quebrado de la Villa 31 es ejemplar de esa claridad conceptual, acierto visual y compromiso moral de su realizadora.
* Todo el tiempo del mundo se proyectará por última vez hoy a las 16 en el Village Caballito 4. Victoria, hoy a las 21.15 en el Village Recoleta 2 y el jueves a las 22.15 en el Village Caballito 7. Guido Models, el jueves a las 13.20 en el Arte Multiplex Belgrano 1.
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