CINE › DUSTIN HOFFMAN
En cincuenta años de carrera supo poner su nombre en trabajos que le dieron status de estrella indiscutible. Mientras se prepara para el estreno de su nueva película, El coro, el actor que debutó nada menos que con El graduado analiza pasado y presente del cine.
› Por Kaleem Aftab *
Es difícil describir como “descontento” a Dustin Hoffman, el actor siete veces nominado a los premios de la Academia, cuando dice las cosas de un modo tan amable y efusivo. Con su aspecto bronceado, buena complexión física y los botones de su chomba abierta, luce como si se estuviera dando la gran vida. Su entusiasmo por aparecer en películas y dirigirlas parece más fuerte que nunca, lo que hace que su encendida crítica hacia la industria cinematográfica se vea como algo que surge desde el corazón. “Creo que en este momento la televisión está mejor que nunca, y al mismo tiempo la industria del cine está peor que nunca. Sin dudas, en los cincuenta años que llevo en ella, éste es su peor momento”, asegura. Hoffman lanza esta opinión a pesar de que Luck, su programa para la cadena televisiva HBO, fue cancelado mientras filmaba la segunda temporada, a causa de las protestas presentadas por PETA (People for the Ethical Treatment of Animals, célebre ONG dedicada a la defensa de los animales) por la muerte de caballos en el set. Está buscando una nueva película para dirigir tras ponerse al frente de Quartet (2012), sobre un grupo de músicos retirados. Su nueva aventura como actor también tiene un sabor musical: en The Choir (El coro) interpreta al director escolar de un coro de jóvenes que asume la enseñanza de un huérfano, a pesar de que su instinto le indica que el chico no tiene el talento necesario para convertirse en un músico de primera línea.
Hoffman tiene un océano de experiencia, que le permite comparar la industria de hoy con la de otras épocas. “Es difícil pensar que puedas hacer un buen trabajo con el escaso monto de dinero del que disponés. Hicimos El graduado y esa película aún se sostiene hoy, tiene un guión maravilloso que llevó tres años realizar, y un director excepcional y un elenco y un equipo también excepcionales. Pero fue una película pequeña: cuatro paredes y actores, eso es todo. Y aun así llevó cien días filmarla.” La mayoría de las películas de hoy, más allá de adaptaciones de historietas e historias robóticas, se hacen en veinte días. Parte de la razón para ello es que la tecnología digital permite a los directores realizar más escenas por día de lo que acostumbraban, pero fundamentalmente tiene que ver con el achicamiento de presupuestos a medida que se hacen más y más películas. Las películas cuyo de- sarrollo más se ha comprimido son los llamados “dramas de calidad”, un género que tenía el hábito de convocar los servicios de Hoffman más a menudo.
El actor también ha sido golpeado por los caprichos de estos tiempos. Mientras que en El graduado él era quien recibía la enseñanza, ahora es quien imparte lecciones en The Choir. “La verdad es que uno completa el círculo. Yo era un extraño accidente, y de repente conseguí el protagónico de una película que resultó ser El graduado, y fue como si alguien hubiera encendido un interruptor para convertirme en una estrella instantánea. La mayoría de los actores empiezan los llamados eufemísticamente ‘papeles de reparto’. No son papeles de reparto, es menos que eso, y si sos afortunado interpretás muchos de esos papeles de reparto y luego conseguís papeles protagónicos. Y luego llegás a cierta edad –una edad a la que desafortunadamente las mujeres llegan más rápido– en la que ya no sos el hombre protagonista y entonces volvés a convertirte en el actor de reparto, que muchas veces es el mentor del protagonista. Eso es hacer el círculo completo.”
Aun así, Hoffman es también la excepción a esta regla general, porque su nombre sigue teniendo un peso considerable. Sobre su personaje en The Choir señala que “es difícil encontrar roles protagónicos. En esta película, si yo no tuviera el nombre que tengo –porque a los productores les interesa atraer gente al cine– mi personaje sería uno de reparto. Porque en realidad se trata de la historia del chico”. Hoffman está siendo demasiado modesto. En la película tiene un peso, una gravedad que transmite a cada escena en la que aparece. Es el personaje más despiadado que haya ensayado en muchos años. Y a pesar de todo, como muchas de sus grandes interpretaciones –y sin importar cuán desagradables sean los rasgos de algunos de sus personajes–, él se las arregla para darle humanidad. En El graduado se acuesta con la madre y la hija; en Perdidos en la noche era un estafador callejero, pero uno que se preocupa por alguien a quien estafó. En Kramer vs. Kramer comienza como un ejecutivo publicitario que pone al trabajo por delante de su familia. Su retrato de un autista en Rain Man puso al autismo como tema de conciencia pública. Si a esto se agregan títulos como Tootsie, Maratón de la muerte, Lenny, Papillon y Todos los hombres del presidente, se conforma un cuerpo de trabajo casi inigualable.
A causa de todo esos grandes trabajos, cuando Hoffman aparece en pantalla le da inmediatamente a su personaje un carácter personal. En The Choir consigue imprimirle espesor al maestro aún antes de abrir la boca. Pero Hoffman no lo ve de esa manera. “Juro que no soy consciente de eso”, dice. “De lo que estoy al tanto es de que cuanto más tiempo uno está dando vueltas, más difícil es salirse con la suya. Uno trata de evadirse de esa supuesta personalidad. Algunos actores, muchas estrellas, tienen una impronta y le dan a la audiencia lo que la audiencia quiere, le dan esa personalidad. Una vez vi a John Wayne en una de sus primeras películas y no es John Wayne, es simplemente un tipo. De pronto empezó a comprender que había un John Wayne que la gente quería. Y se convirtió en eso. Yo trato de escaparle a ese esquema, porque no tengo una impronta. Desearía tenerla, pero no es así.”
Es cierto que no hay una “estética Hoffman” al estilo de colegas como Robert De Niro y Al Pacino. El interpreta sus personajes con cierta docilidad, una clase de performance compartida con sus compañeros antes que con la actitud de robarse la escena. Cuando puso su reputación hollywoodense en la línea de fuego al hacer su debut shakespereano en la producción de El mercader de Venecia en el West End londinense (1989), el periodista Irvine Wardle de The Times apuntó: “Hoffman es el Shylock más genial que haya visto jamás”. Es un sentimiento que pueda aplicarse a muchos de sus personajes.
Hoffman nació en Los Angeles en 1937 en una familia judía, pero la religión no formó una parte importante de su educación. Alguna vez dijo que tendría alrededor de diez años cuando se hizo consciente de su herencia. Para que dejaran de ridiculizarlo en la escuela desarrolló habilidades como comediante. Su padre Harvey, que trabajaba como utilero principal en sets de cine antes de convertirse en diseñador de muebles, más tarde le confesó su ateísmo. Cuando el director Mike Nichols –que había visto a Hoffman en una puesta del off Broadway– le pidió que hiciera una prueba de cámaras para el personaje de Benjamin Braddock, originalmente escrito para un joven WASP estadounidense, el actor preguntó si no sería demasiado judío para el rol.
El hecho de que se viera a sí mismo como un outsider es quizá lo que le dio tanta empatía con sus personajes conflictuados. Si Hoffman no hubiera tenido dudas, le hubieran sido instaladas por otros. A menudo cuenta cómo su tía Pearl le advirtió: “Vos no podés ser actor, sos demasiado feo”. Hoffman sabía que para tener éxito debía salir de los estereotipos, porque los roles tradicionales para un actor bajo y narigón no eran precisamente los protagónicos. Su inspirador instructor de actuación Barney Brown persuadió al talentoso Hoffman de mudarse a Nueva York en 1958, donde podía ser alguien del teatro por el resto de su vida. Es donde Hoffman sigue viviendo, aunque no en el lugar donde vivió al llegar a la ciudad: el piso de la cocina de su amigo Gene Hackman.
La pelea por tener éxito, compartida con sus colegas, le dio esa afinidad con los actores. “Simplemente me gustan los actores, y me gusta trabajar con actores”, dice. “Ya dije alguna vez que creo que el público no se da cuenta de cuánto nos ayudamos unos a otros. Vos podés decirle a otro actor: ‘No creo que esté haciendo un buen trabajo’, y el otro puede decir ‘¡cuando estábamos pasando letra apretabas los botones justos!’. Entonces llega el director y dice ‘Necesitamos más energía’... es como en esas películas de cárceles, tenés que hablar por los costados de la boca. Nos ayudamos unos a otros porque estamos en la misma brega.”
Hoffman se casó dos veces. Dice que su primera esposa, Anne Byrne, una bailarina más alta que él, fue una especie de trofeo. Era espigada, elegante y estilizada, cosas que quizá él mismo quería ser aún a través de esos años de matrimonio (entre 1969 y 1980) en los que se convirtió en uno de los más celebrados actores del mundo. Tuvieron dos hijas (una de un matrimonio anterior de ella). Después tuvo otros cuatro hijos con su actual esposa, Lisa Gottsegen, una mujer de negocios con la que se casó en octubre de 1980. Si hay algo de lo que tiene que lamentarse es de no haber tenido el talento para cumplir su ambición de ser pianista. “Lo amo más que a nada”, dice. “Pero no puedo tocar lo suficientemente bien como para ganarme la vida con ello. Si Dios me tocara en el hombro ahora mismo y me dijera ‘basta de actuación, nada de dirigir, pero podés llegar a ser un pianista de jazz decente’... nunca pude leer música con cierta fluidez. No tengo buen oído. Y aun así todavía quiero hacerlo. Me encantaría poder hacerlo.”
Dice que es esta búsqueda de la perfección lo que lo mantiene en actividad después de tanto tiempo, y cita a Picasso retocando sus pinturas aun cuando ya estaban colgadas en la pared de una galería. En breve se lo verá en un papel de reparto en The Program, la nueva película de Stephen Frears, que detalla la historia del ciclista caído en desgracia Lance Armstrong y sus esfuerzos para tratar de ocultar el uso de drogas para mejorar su performance deportiva. ¿Y después de eso? “Estoy a la búsqueda de cualquier cosa que me llegue... no estoy consiguiendo todos los trabajos de dirección que me gustarían. No creo que tenga que ver con si sos bueno o no: se trata simplemente de si tus películas hacen dinero o no.”
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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