CINE › MI VIEJA Y QUERIDA DAMA, CON MAGGIE SMITH Y KEVIN KLINE
› Por Ezequiel Boetti
Reconocido dramaturgo con más de 50 obras en su haber, varias de ellas traducidas a más de 30 idiomas, según asegura la biblia cinéfila Imdb.com, Israel Horovitz debuta en la realización de largometrajes sin olvidar sus orígenes artísticos. Esto no sólo porque Mi vieja y querida dama es la adaptación, a cargo de sí mismo, de uno de sus textos, sino sobre todo porque da la sensación que el hombre piensa en términos puramente teatrales, cayendo así en las trampas habituales del salto entre ambas disciplinas.
Dialogada hasta lo expositivo, filmada casi enteramente en una única locación, siempre en plano y contraplano, y con escenas de exteriores ubicadas a intervalos regulares y menos por funcionalidad narrativa que por la necesidad de “airear” la narración y lucir la turística geografía parisina, la ópera prima del estadounidense, cuyo único antecedente como realizador se limitaba a un mediometraje de 2002 sobre la experiencia de su familia el 11-S, es uno de esos dramas adultos sofocados por la búsqueda de una corrección generalizada.
Corrección en sus rubros técnicos y en las actuaciones, todas ellas tan cumplidas como previsibles, pero más que nada en su idea de poner a los personajes en un camino de redención en cuya meta espera, claro está, una enseñanza sobre las segundas oportunidades.
El que va a aprender es Mathias (Kevin Kline), quien llega a París para hacerse cargo del caserón heredado de su padre. Escritor frustrado, ex alcohólico y con tres divorcios a cuestas, lo hace con la idea de venderlo por unos cuantos millones de euros, sin saber que el legado incluye a una dama inglesa bien entrada en sus noventa (Maggie Smith) que en su momento firmó un contrato por el cual puede vivir allí hasta su muerte.
¿Quién es la señora? ¿Qué hay detrás de su porte galante y palaciego? Horovitz pospone las respuestas hasta bien avanzada la trama, apostando inicialmente a una comedia que entremezcla enredos, chistes de salón, chicanas, alguna humorada idiomática y, last but not least, cierto romanticismo ilustrado en la aparición de la hija de la anciana dama, Chloé (Kristin Scott Thomas), otra que también tiene que adquirir un poco más de sabiduría a la hora de manejarse por la vida sentimental.
Pero sobre el Ecuador del metraje, la vertiente más densa –no por aburrimiento, sino por gramaje– toma el control del relato mediante una sucesión de largos parlamentos sobre amores, infidelidades y mentiras, desplazando el centro dramático del film al progresivo develamiento de una serie de secretos ocultos durante años, todos con su correspondiente pedido de disculpas postrero. Secretos que Mathias asimila, una y otra vez, pegándose unas buenas caminatas por las orillas del Sena, quizá la única salida para reconfigurar una vida en poco menos de dos horas.
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