CINE › EL TIEMPO ENCONTRADO, DE EVA PONCET Y MARCELO BURD
En este documental sobre la comunidad boliviana en Argentina, el silencio es casi tan determinante como lo que se ve.
› Por Juan Pablo Cinelli
Mirar hacia arriba permite ver que las ramas sostienen todavía algunas hojas secas, dándoles a los árboles un aspecto de semidesnudez que se recorta contra un cielo de perenne color gris. Si eso no fuera suficiente, alcanza con bajar la vista al ras del suelo para confirmar en la ropa que visten las personas (abrigos ligeros, alguna camperita, la polera de algodón que una nena usa debajo del guardapolvo escolar) que con certeza es otoño. La cámara va alternando su atención entre el tiempo (el clima) y las personas, y con esos elementos comienza a tramar un relato urdido de miradas tan elocuentes por sí mismas que casi no necesitan de palabras que las expliquen. Porque en El tiempo encontrado, clásico documental de observación de los directores Eva Poncet y Marcelo Burd, el silencio es casi tan importante como lo que se ve. Un silencio que por otra parte no es tal: una sinfonía minimalista de sonidos naturales se cuela con persistencia entre las imágenes que la película encadena. Esos sonidos hablan y con su voz completan lo que la cámara muestra: un grupo de ladrilleros abocados a los primeros pasos de su labor diaria de fabricar piezas de barro; una mujer que al mismo tiempo es madre y costurera; una cooperativa de horticultores dedicados al ciclo infinito de la siembra y la cosecha. Cada espacio tiene su propio paisaje sonoro que, al montarse unos a otros, van componiendo una banda sonora de delicada naturalidad. Esa es la música que acompaña la vida cotidiana de los protagonistas de El tiempo encontrado.
Vistos por separado apenas puede decirse de todos ellos que son trabajadores, pero es probable que una mirada menos general resulte más reveladora. Cada uno de los personajes a los que la película sigue son parte de la nutrida colectividad boliviana en la Argentina, asentada sobre todo en la provincia de Buenos Aires en donde, según informa un breve texto inicial, habitan unos doscientos mil inmigrantes. En ese texto también se hace saber al espectador que la mayoría de ellos trabaja dentro de las industrias textiles y de la construcción, o como horticultores, actividad en la cual producen gran parte de las verduras y las frutas que se consumen en Buenos Aires. Es decir que su trabajo mudo e invisible no sólo es la base productiva de la vida en la ciudad y su vasto conurbano, sino que tal vez sea mucho más. Vestir al desnudo, alimentar al hambriento, darle hogar al desamparado, forman parte de las llamadas 7 Obras de la Misericordia que pregona el cristianismo, misiones que la clase política ha pretendido hacer propias, al menos desde lo discursivo. Justamente El tiempo encontrado pone en relieve la distancia que media entre la acción y la palabra, entre las intenciones expresadas en sermones y discursos y el trabajo real y silencioso de ponerse al servicio de las necesidades de los otros. Porque, ¿qué hacen Edwin y los ladrilleros, sino ocuparse de empezar el proceso de construir los hogares ajenos? ¿A qué se dedica Berta, madre y costurera, sino a vestir a los otros? ¿Qué hacen Darío y sus compañeros horticultores sino saciar el hambre de los demás? Si algo muestra la película de Burd y Poncet es que ninguno recibe por ello la gratitud que merece.
Como en el film Le quattro volte, de Michelangelo Frammartino, en cuyo centro también habitaba un grupo de campesinos y ladrilleros italianos, en El tiempo encontrado la narración avanza junto al ciclo estacional, yendo del otoño al verano, un orden que es fundamental para retratar y entender la vida de sus protagonistas. Un ciclo temporal paciente y extenso que contrasta con los pocos detalles de la vida urbana que aparecen en el relato, regidos por el vértigo del día a día. Es desde ahí que el título de la película empieza a cobrar sentido: si, como en la obra de Marcel Proust, la vida en las ciudades consiste en una carrera sin fin en busca del tiempo perdido, para Edwin, Berta y Darío el tiempo es una materia continua con la que conviven en permanente encuentro. En ese choque de realidades siempre se pierde algo. Sobre el final, Edwin lo expresa cabalmente, no sin tristeza: “Acá nunca se sabe cuándo es Carnaval”.
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