CINE › FILMS DE JOSé LUIS GUERíN Y KAMAL ALJAFARI EN EL FESTIVAL DE LOCARNO
La sección Signos de vida alberga trabajos fuera de toda norma, como L’Accademia delle Muse, donde el director catalán difumina las fronteras entre documental y ficción, y Recollection, que el realizador palestino convierte en un extraño sueño.
› Por Luciano Monteagudo
Signos de vida (Lebenszeichen) se titula el primer largometraje de Werner Herzog, estrenado en 1968, que marcó toda una época. Y Signos de vida se llama la nueva sección que incorporó el Festival de Locarno el año pasado y que en esta edición está demostrando ser una de las más audaces, originales y mejor curadas de toda la muestra. A contramano de la rutina y la homogeneización del cine contemporáneo que invade también al circuito de festivales, este pequeño puñado de films elegidos cuidadosamente por Carlo Chatrian, director artístico de Locarno, demuestra que, en efecto, hay signos vitales, y muy potentes por cierto, pero que hay que salir a buscarlos en los márgenes, no sólo de la industria, sino también de los fondos de fomento que promueven los propios festivales. Y que esos signos de vida se encuentran también en las fronteras –cada vez más difusas– de lo que suele entenderse por ficción, documental o ensayo.
Es el caso de L’Accademia delle Muse, el nuevo, extraordinario film del catalán José Luis Guerín, y también de Recollection, brillante trabajo del palestino Kamal Aljafari, ambos cineastas conocidos en Buenos Aires gracias al Bafici y al DocBuenosAires, pero que con estas experiencias –¿cómo llamarlas?– presentadas en esta flamante sección de Locarno parecen abrir horizontes impensados.
Tal como el propio Guerín contó en la presentación de su película, L’Accademia delle Muse nació de una invitación: el filólogo italiano Raffaele Pinto estaba por dictar en la Universitat de Barcelona un seminario sobre la poesía clásica italiana, el Dante y sus musas y le propuso al director de En construcción que lo filmara. Así de simple. Pero en el transcurso del rodaje, Guerín descubrió que, además de esa primera película, que tenía que ver con la sensualidad de la poesía y el poder de la palabra, había allí otras, que iban naciendo del propio desarrollo de esas clases y de la interacción que el profesor establecía con su alumnos. O mejor aún, con sus alumnas.
Seductor nato, casi un Casanova se diría (“Un profesor debe seducir a su clase”, admite el veterano profesor), Pinto no puede dejar de ejercer su embrujo sobre las mujeres de su clase, mientras debaten sobre La Divina Comedia, la importancia de Beatrice, la amada del Dante, y la perturbadora influencia de las musas y las ninfas. Pero lo que empieza pareciendo un ejemplo del mejor documental clásico, con registros cotidianos de las clases (se especifica día e incluso hora) y planos y contraplanos del profesor y su alumnado, poco a poco se va enrareciendo. ¿Qué es esa discusión que surge de pronto entre Pinto y su esposa, en su propia casa? ¿Cómo es que Guerín súbitamente tiene acceso a un diálogo privado entre el profesor y una de sus alumnas? ¿Y luego también a otro similar, con otra alumna distinta?
La razón es que el supuesto documental se ha ido contaminando de la ficción. Una ficción que quizá no lo sea tanto, pero que sin embargo emerge del espíritu lúdico de la película misma, que cuenta con la lúbrica complicidad no sólo del profesor, sino también de varias de sus alumnas. E incluso, con la de su compañera de toda la vida, con quien discute frente a cámara del modo más elevado posible (ella también es filóloga) sobre las diferencias entre el amor y el sexo, pero que llegado el momento de plantear un posible divorcio y la división de sus bienes más preciados –los libros, la biblioteca– se pone espesa. Y divertida también, porque quizá no haya en todo el festival un film con más humor que éste, que hizo reír a toda la platea y que juega desinhibidamente al melodrama (no por nada Guerín mencionó el nombre de Douglas Sirk), pero también a la sutil comedia de enredos, con personajes que no podrían ser más reales.
“Lo que más me fascinó de este proyecto fue primero el poder de la palabra y, luego, filmar aquello que es lo más difícil de todo en el cine, el pensamiento”, admitió Guerín luego de la proyección de L’Accademia delle Muse. Pero sucede que, al mismo tiempo, pareciera que no hay nada más cinematográfico que ese pensamiento, porque está continuamente en movimiento y se desplaza de un argumento a otro, porque cada uno de los involucrados pone de sí toda su inventiva y su locuacidad para convencer de sus razonamientos a su oponente.
Y Guerín los filma a todos en planos muy cercanos, muy cerrados, como para acentuar que el erotismo pasa aquí exclusivamente por la palabra y las miradas. Incluso cuando la película se permite, con mucha libertad, un raro exordio. Resulta que la más italiana de las alumnas de Pinto trae a colación el canto de las musas y de ahí recuerda las letanías de los pastores de ovejas de Cerdeña. Y hasta allí se va la película con el profesor y su alumna para escuchar la música rústica y la poesía sensible de esos pastores, sin que medie excusa alguna, salvo que el curso central de la discusión sobre el Dante los llevó a todos –a los personajes, al director– a esa maravillosa digresión.
Aunque completamente distinta –en su concepción, en su modo de producción, en su temática–, Recollection, del palestino Kamal Aljafari, es una película tan libre y original como la de Guerín. Oriundo de Jaffa, Aljafari estuvo radicado en Nueva York y actualmente vive en Berlín, pero nunca olvidó sus orígenes, al punto de que sus dos films anteriores, El techo (2006) y Port of Memory (2009), también tienen, como ahora su nueva película, a Jaffa como núcleo insustituible. Tal como relató el propio Aljafari, fue un azar el que lo llevó a concretar Recollection. Una noche, un televisor encendido le recordó que Delta Force, con Chuck Norris, había sido filmada de Jaffa, como tantas otras películas de acción de la época, que realizaban en serie los productores israelíes Menahem Golan y Yoran Globus, aprovechando las particularidades de esa ciudad portuaria cercana a Tel Aviv, a la que hacían pasar por Beirut o cualquier otra localidad de Medio Oriente.
Ese descubrimiento llevó a Aljafari a una búsqueda exhaustiva, a rastrear todas y cada una de las películas israelíes o internacionales que se hubieran filmado en Jaffa entre 1960 y 1990. Y allí descubrió, en segundo plano, como mera escenografía, el testimonio de una ciudad que hoy ya no existe como tal. Y que detrás de la acción y los protagonistas podía identificar no sólo las calles y los rincones de su infancia y adolescencia, sino también a amigos, familiares y vecinos, que muy al fondo del cuadro fungían, con suerte, como extras. De ahí a tomar todas esas películas y literalmente borrar de ellas a Norris, Stallone, Lee Marvin y muchas estrellas israelíes de la época, fue solo un paso. Un gran paso, si se considera que esta poderosa intervención sobre los materiales originales –en un gesto a la vez personal pero también fuertemente político– devolvió a un primer plano a la ciudad de sus recuerdos y dio nueva vida a sus habitantes, en lo que el propio realizador llama “un sueño cinematográfico”. “Saqué a las estrellas porque se interponían en mi camino”, dice tajante Aljafari.
Hay algo efectivamente onírico en la reconstitución de esas imágenes, a las que el realizador re-encuadra y amplía como si estuviera trabajando con una lupa o un microscopio. Y a las que se niega a incorporar cualquier voz en off o explicación, que sólo llegará en los créditos finales, cuando un texto a la manera de un poema vaya identificando esquinas, recuerdos y vecinos. Lo que se escucha (gran trabajo del sonidista francés Jacob Kierkegaard) tampoco es la banda de sonido original de las películas vampirizadas, sino los pasos y murmullos del propio Aljafari caminando por una ciudad que hoy ya no reconoce salvo en sueños.
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