Viernes, 28 de agosto de 2015 | Hoy
CINE › CABEZA DE RATON, DE IVO AICHEMBAUM
El realizador de La parte automática propone un diario de viaje, una elegía, un manifiesto y una búsqueda personal en la que tal vez no encuentre respuestas para las preguntas que la disparan, pero sí para otras que no pensaba hacerse.
Por Juan Pablo Cinelli
Igual que en La parte automática, su primera película, en Cabeza de ratón, el director Ivo Aichenbaum toma como disparador algunos episodios de su propia vida para avanzar en un relato en el que, sin perder de vista lo cinematográfico, se entretejen un diario de viaje, una elegía, un manifiesto político y una búsqueda personal en la que tal vez no encuentre respuestas para las preguntas que la disparan, pero sí para otras que no pensaba hacerse. Si en la anterior, Aichenbaum viajaba a Israel para reunirse con un padre que había partido como consecuencia de la crisis de 2001, acá también hay un viaje que lo lleva de regreso a la ciudad de Río Gallegos, donde su familia se instaló en 1993, cuando él tenía 7 años y en donde vivió hasta que vino a Buenos Aires para realizar su carrera universitaria.
La película empieza con el sonido contundente de Hermética, banda fundamental del heavy metal argentino, y la revulsiva letra de la canción “Sepulcro civil” perteneciente a su homónimo disco debut, editado en 1989. La música acompaña al plano fijo de un escenario en el que las luces y el humo típicos de un recital de rock ocultan una batería vacía en el centro del cuadro. Música sin intérprete, instrumento sin músico: la ausencia es el elemento central en Cabeza de ratón. Aichenbaum elige corporizarla y tomarla como punto de partida, para luego descender por las múltiples capas que la componen. En el nivel más superficial está la de su amigo Pablo, de cuyo suicidio el director se entera el día anterior a su regreso a Río Gallegos, en 2011. A él evoca de manera directa la bella alegoría de la batería vacía, recordando el paso compartido e iniciático de ambos como miembros de una banda de black metal. El director como cantante y Pablo, sí, como baterista.
La ausencia de Pablo es el hilo de Ariadna atado a la puerta de entrada del laberinto que Aichenbaum se propone desandar y en el camino la irá convirtiendo en mito. Su suicidio representa un vuelco de la realidad que coloca al director frente a un paisaje que le es por completo desconocido. Porque Río Gallegos sin Pablo ya no es la ciudad en la que creció, sino otra: irreconocible, incómoda, ajena. Aquella Río Gallegos de su infancia, a la que sus padres lo llevaron en busca de una esperanza, tampoco está y la mirada de Aichenbaum hacia el pasado también tiene algo de construcción mítica. El viejo video institucional que revisa los logros de la gestión municipal de la ciudad entre 1987 y 1991 conjura la idea de aquella tierra prometida a la que su familia llegó sólo con deudas y de la que su padre se fue después de haber construido una de las casas más lindas de la ciudad. Esas imágenes en VHS, a la que los colores distorsionados por el tiempo convierten casi en una fantasía, contrastan con las que el director toma a su regreso, realistas, desesperanzadas y grises. Como la realidad sin Pablo.
Pero la de su amigo no es la única muerte que trastrueca la forma en que Aichenbaum percibe esa ciudad ya no tan suya. Porque ese viaje de 2011 también representa el regreso a una ciudad en la que tampoco está Néstor Kirchner, figura política ineludible en la historia de Río Gallegos, ciudad de la que fue intendente antes de convertirse en gobernador de Santa Cruz y en presidente de la República. Sin sobreescrituras, el director coloca a ambas ausencias en paralelo. Si la figura de su amigo marca un tardío final de la inocencia en lo personal, la muerte del ex presidente representa la caída de un velo que lo expone a una visión desencantada, a partir de la cual plantea una crítica sobre el rol del kirchnerismo sin perder la delicada línea estética que signa su película. El juego de superposiciones tiene su punto culminante durante una visita al cementerio de la ciudad, en donde conviven el omnipresente mausoleo de Kirchner –por el que la cámara pasa de manera sumaria– y el nicho casi anónimo de Pablo. Frente a él, Aichenbaun logra uno de los momentos más emotivos, amalgamando su propio reflejo con la imagen de su amigo en la foto que lo recuerda. Y se permite la travesura de invertir la cruz que acompaña la fecha de su muerte, un gesto cómplice y juguetón vinculado a aquella afición compartida por el black metal, en el que la amistad consigue trascender el dolor de la(s) ausencia(s) y fundirse para siempre en el cine y la memoria, que acá casi son la misma cosa.
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