CINE › CAVALO DINHEIRO, UN FILM DE ENORME PERSONALIDAD
Nada está del todo determinado en la película protagonizada por Ventura, aprisionado entre un pasado que no cesa y un futuro improbable, en un hospital que podría ser su propia mente.
› Por Horacio Bernades
Pedro Costa pertenece a esa aristocracia cinematográfica a la que se da el nombre de “autores”. Cineastas cuya marca –ética, estética, personal– se distingue, de modo inconfundible, en segundos. Basta ver un plano de Jean-Luc Godard, de Tsai Ming-liang, de Guy Maddin, de Otar Iosseliani o Jim Jarmusch, para saber que no lo puede haber filmado nadie que no sea Godard, Ming-liang, Maddin, Iosseliani o Jarmusch. Con Costa sucede lo mismo. Aunque la palabra costiano no sea de uso corriente, debería: el modo de poner en escena, el mundo, el tono, la atmósfera de cada uno de sus planos no se parecen a ningún otro. Ese mundo, sin embargo, no permanece igual, por más “marcas de autor” que puedan constatarse de película en película.
La obra de Costa va mutando, refinándose, decantando. Y el rumbo que toma es, como lo confirma Cavalo Dinheiro –ganador del Leopardo de Plata en Locarno 2014 al Mejor Director, hoy en cartel en la sala Lugones– el de una abstracción cada vez mayor, de la mano de una progresiva liberación de las ataduras de tiempo y espacio. “¿Cuántos años tiene?”, le pregunta un médico a Ventura, que no se saca el pijama, no para de temblar y tiene la mirada perdida. “19”, contesta. En un mundo realista, debería pensarse que el septuagenario sufre de Alzheimer. En el de Costa, no necesariamente. Salvo la presencia circunstancial de algún paciente, médico o paramédico, el hospital parecería deshabitado. Más que con el exterior, sus límites comunican con el pasado, la memoria, el mundo de los sueños y pesadillas.
Ventura ingresa al hospital desde unos sótanos que parecen catacumbas. En un momento sale y es detenido por fuerzas paramilitares, que más que del presente parecen de tiempos de dictadura de Salazar. Atraviesa una puerta y va a dar a una fábrica en ruinas, donde intenta hablar a través de teléfonos rotos, para reclamar la indemnización que le deben. Entra en un ascensor y se encuentra con un soldado muerto en tiempos de la Revolución de los Claveles de 1974, que, como un medium, canaliza voces que Ventura no quisiera oír. Ese hospital parece producto de la realidad interior, más que de la visible. Lo mismo que el “realismo” de Costa, que en sus primeras películas guardaba aún las formas, y ahora parece engullido por la subjetividad.
Una subjetividad que tamiza el mundo: filmada antes de la más reciente crisis migratoria, el estado en que se hallan los ancianos inmigrantes de Cavalo... le da una dimensión política que un año atrás no pesaba del mismo modo. No hay nada en Cavalo Dinheiro que no pueda interpretarse como proyección de la subjetividad del protagonista, cuyo propio nombre parece tan irónico, tan melancólico como el título. Dinero es el nombre del caballo que Ventura tuvo de chico en Aguas Podridas, localidad caboverdiana donde nació, y que murió picoteado por los buitres. Albañil jubilado que cayó del andamio y por lo visto jamás cobró lo que le correspondía, Ventura parece aprisionado entre un pasado que no cesa y un futuro improbable. Tal vez a ese atenazamiento obedezca su inmovilismo estatuario.
Ventura parece la encarnación misma de la desventura. En Juventud en marcha (2006) era abandonado por su mujer, que antes de irse tiraba literalmente la casa por la ventana, y se daba a deambular por las casas de sus muchos hijos, sin hallar la propia. En el hospital protagónico de Cavalo... (todos los ámbitos físicos tienen, en el cine de Costa, carácter protagónico) parecen convivir pasado y presente, el mundo de los vivos y el de los muertos. Semirruinoso, semivacío, envuelto en esa negrura característica del portugués (siempre con un haz de luz suspendido a la altura de los rostros), los pacientes deambulan como fantasmas o sonámbulos. Muerte o decadencia que las abundantes referencias se ocupan de devolver a la historia de Portugal durante el último siglo.
De modo característico, Ventura y sus compadres se expresan mediante lentos y solemnes recitados. Una de las deudas asumidas de Costa. La parquedad, el laconismo extremo, el carácter espartano de la puesta en escena, vienen de Robert Bresson. Los soliloquios frontales, de Danielle Huillet y Jean-Marie Straub. Neorrealista abstracto, miserabilista romántico, vermeeriano geométrico (la iluminación remite al pintor flamenco, la composición y encuadres no), Costa se comporta también como un fatalista moderno. “Seguiremos cayendo del tercer piso. Seguiremos siendo mutilados por las máquinas. Seguiremos volviéndonos locos”, dicen los veteranos del hospital al comienzo. “¿Trajiste tu pasaporte?”, le preguntan al recién llegado. “Mirá que acá te puede hacer falta.” No parecen referirse a un país extranjero sino al lugar que habitan, que en alguna otra clase de film tal vez se llamaría zona muerta.
Portugal, 2014
Dirección y guión: Pedro Costa.
Fotografía: Leonardo Simôes y P. Costa.
Duración: 103 minutos.
Intérpretes: Ventura, Vitalina Varela, Antonio Santos, Tito Furtado.
Estreno exclusivo en la sala Leopoldo Lugones, todos los días a las 19.30 y 22 (hasta el 4 de noviembre) y a las 22 (del 5 al 10 de noviembre).
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