CINE › ESCALOFRIOS, DIRIGIDA POR EL ESTADOUNIDENSE ROB LETTERMAN
› Por Juan Pablo Cinelli
Escalofríos no es ninguna maravilla. No desborda originalidad, sus monstruitos digitales casi nunca son convincentes, y todo el asunto no es más que una nueva excusa para volver a trasladar a la pantalla la módica imaginación de un escritor de novelas fantásticas dedicadas al público infanto-juvenil. Sin embargo, a pesar de esta lista de impugnaciones, el film logra convertirse en una alternativa al menos válida. ¿Cómo es posible? La respuesta es sencilla: buen humor y, sobre todo, autoconciencia. Rob Letterman, su director, parece haber tenido bastante claro que resultaría imposible ocultar el aura de artificio que rodea a toda la historia y decidió que en lugar de intentar disimularlo lo mejor sería dejarlo expuesto. Un mecanismo similar al que utiliza aquel que se ríe de sus propios defectos para desactivar la posibilidad de la burla ajena. Que el rol protagónico haya caído en manos de Jack Black en lugar de haber ido a parar a las de un actor de perfil más “serio” o menos histriónico, representa la prueba definitiva de que las cosas fueron pensadas de este modo. No hay en la actualidad un comediante estadounidense que consiga ser más exitosamente artificioso que Black (tal vez sólo Jim Carey, pero no en este momento de su carrera). Y sobre él descansa una parte de lo mejor de Escalofríos aunque, como suele ocurrirle, termine un poquito pasado de rosca.
La otra mitad del mérito radica en el pequeño escuadrón de personajes secundarios que salpican el relato de momentos gratos. Esporádicas explosiones que acuden en auxilio de una trama central demasiado ligera y que consiguen recuperar el interés cuando esta comienza a desinflarse bajo el peso de sus limitaciones. De algún modo, el comienzo de Escalofríos recuerda al de La hora del espanto (Fright night, Tom Holland), aquel gran éxito adolescente de los 80. Zach, un joven que acaba de mudarse de la ciudad a un pueblo junto a su madre, comienza a sospechar que en la ominosa casa vecina ocurre algo siniestro –en el film de Holland era al revés: alguien se mudaba al caserón de al lado y el chico era el único testigo de las extrañas actividades que comenzaban a tener lugar ahí–. En ambas los protagonistas creen ser testigos de un delito, llaman a la policía para que revisen las casas sin que finalmente aparezca prueba de crimen alguno. La principal diferencia está en el hecho de que Zach comienza a tener un vínculo amistoso con la hija de su vecino (Black), quien lo amenaza para que dejen de frecuentarse. Pero nada de eso sería muy atractivo si esta historia básica no estuviera apuntalada por aquellos personajes menores que son como electricidad cada vez que aparecen: un cargoso compañero nuevo de Zach; una tía cándida sin sentido del ridículo; una policía novata que todo el tiempo cree que es hora de usar la fuerza; un Chirolita mesiánico y psicótico. Por desgracia, todos ellos tienen menos espacio del que merecen y su presencia apenas alcanza para salvar a Escalofríos con lo justo.
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