Domingo, 1 de noviembre de 2015 | Hoy
CINE › DANIELA KOZAK COMPILO Y EDITO EL LIBRO LA IMAGEN RECOBRADA
El trabajo recorre lo hecho por el Festival de Cine de Mar del Plata en materia de construcción de memoria. “En todas las etapas estaba la idea de recuperar y narrar la memoria del cine argentino, una voluntad de historizar”, asegura la periodista.
Por Ezequiel Boetti
Desde Mar del Plata
¿Cómo pasar de los últimos estertores de la adolescencia tardía a la inexorabilidad de la adultez sin morir en el intento? El Festival de Mar del Plata cumple 30 ediciones y ensaya una respuesta: asumiendo debilidades y fortalezas, reflexionando desde la seguridad del presente acerca de los errores del pasado para enderezarlos con miras a un futuro en el que aún queda mucho por hacer. Los inicios de ese aprendizaje datan del año pasado, cuando convocó a Fernando Martín Peña con la idea de realizar una exposición sobre su historia en vísperas de la celebración del 60º aniversario de la edición bautismal, en 1954. El problema fue lo que encontró el conductor de Filmoteca cuando quiso mirar para atrás: poco y nada. Las constantes discontinuaciones hasta alcanzar la instalación definitiva en 1996, la organización por parte de distintas entidades a lo largo de seis décadas, y el mal hábito nacional y popular de despreocuparse por los registros y documentaciones configuraron un mapa poco alentador, delineando una imposibilidad de recordar, de recordarse.
Era necesario, entonces, exprimir la memoria escabulléndose en mil archivos públicos y privados para ver cómo supo ser, cómo constituyó su personalidad, cuáles fueron y son sus rasgos particulares. Y lo que descubrió el actual director artístico del certamen fue, rara paradoja, una preocupación constante por el pasado, por recuperar la historia audiovisual nacional y de sus baluartes y emblemas caídos en el magma del olvido. Esto data incluso antes de que el Festival fuera tal: ya en 1948, cuando en Mar del Plata hubo una muestra no competitiva, se realizó una charla con Josué Quesada, uno de los pioneros en la época muda. Sobre esa relación “mal conocida”, tal como la cataloga Peña, entre el Festival y la memoria del cine argentino trabaja el libro La imagen recobrada, cuya presentación costera está pautada para el próximo miércoles a las 15 en el Paseo Aldrey.
Compilado y editado por la periodista Daniela Kozak, también autora de uno de los cuatro capítulos, el libro recorre la historia del Ficmdp en materia de construcción de memoria, enumerando desde las charlas, eventos y exhibiciones especiales en sus primeras y esporádicas ediciones a mediados del siglo pasado, hasta las restauraciones y recuperaciones más regulares y sistematizadas de la última década. “Desde el regreso en 1996 hubo actividades que quizá no pasaban por restauraciones, pero sí por exhibir cine de otras épocas. Eso fue algo que traté de marcar, que el rescate no pasa sólo por películas restauradas, sino que es algo más amplio. Cuando empezamos a investigar, vimos que en todas las etapas estaba la idea de recuperar y narrar la memoria del cine argentino, una voluntad de historizar, de decir ‘bueno, nuestro cine tiene una historia y es ésta’”, dice Kozak a Página/12.
–¿Por qué cree que se da esa preocupación constante?
–Creo que el Festival nació muy vinculado a la industria. En 1948 lo organizó la Provincia de Buenos Aires y los estudios y el interés pasaban porque el protagonista fuera el cine argentino. Después, en 1954 se hizo para jugar un rol dentro del campo cinematográfico nacional. Más tarde, entre 1959 y 1970, cambió el perfil –incluso se renegó del de 1954 cuando al de 1959 se lo llamó “Primer Festival”–, pero nació como una iniciativa de la Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina, un grupo si se quiere bastante cinéfilo, con un interés por la historia. Además, en esos años también se sancionó la Ley de Cine y, en la Cinemateca Argentina, se formó el Centro de Investigación de la Historia del Cine Argentino, que empezó a recuperar el pasado. Creo que ése es el momento clave en el que el Festival empezó a darle un lugar definitivo a todo esto. Ya a partir de 1959 hubo algunas retrospectivas y homenajes, y en las primeras ediciones de los 60 se le prestaba mucha atención al cine mudo.
–En ese sentido, en el prólogo Peña dice que el Festival conservó “muy mal su propia historia”, pero siempre prestó una “atención destacada a la memoria del cine argentino”. ¿Cómo explica esa paradoja?
–En general, los archivos argentinos no están en el mejor estado y quizá los audiovisuales sean los peores. No hubo una política de conservar la propia historia. Eso se ve reflejado, por un lado, en que no se preservaron las películas –por lo menos no como se lo podría haber hecho– y, por otro, en que el Festival estuvo sujeto a la dispersión de los documentos de su vida institucional. Es recién a partir de la creación de la biblioteca de la Enerc, en 1965, cuando empieza a archivarse el material. Además, como las primeras ediciones no eran organizadas por el Instituto de Cine, que se creó recién en 1957, la documentación quedó en otro lado. El Festival estuvo atravesado por los vaivenes del país y que se haya mantenido el interés por conservar la historia del cine argentino es una excepción.
El pasado perdido
Quizás algún lector podría pensar La imagen recobrada como una autocelebración limitada a enumerar logros propios. Pero no; también traza un panorama general sobre la historia preservación audiovisual argentina, cortesía de los textos de Kozak, Paula Félix-Didier y Fernando Martín Peña. Panorama que nunca fue del todo alentador, en gran parte debido a la ausencia endémica de políticas públicas en la materia. ¿El resultado? Kozak escribe: “Los especialistas calculan que al menos el 90 por ciento del cine mudo y el 50 por ciento del cine sonoro argentino se perdieron. Esto significa que, de esas películas, ya no existen negativos originales en 35 milímetros de los cuales se puedan sacar copias nuevas. Y las copias que todavía existen suelen estar muy deterioradas por el uso o son versiones reducidas a 16 milímetros que no tienen la calidad original”. Así, por ejemplo, si alguien se dispone a reconstruir la historia del cine de animación chocará de frente con la triste realidad de no poder ver el primer largo animado de la historia del cine (El apóstol, 1917) ni tampoco el primero sonoro argentino (Peludópolis, 1931) por el simple hecho de estar perdidos para siempre.
Sin embargo, Kozak destaca en su capítulo que entre fines del siglo pasado y comienzos de éste empezó “a crecer y afirmarse cada vez más la conciencia sobre la necesidad de preservar el acervo audiovisual”. “No hay un momento a partir del cual pueda decirse `ahora empezó la toma de conciencia’; fue un proceso gradual”, precisa ahora la periodista, y explica: “A fines de los 20, Buenos Aires ya era una ciudad muy cinéfila, con una cartelera enorme de estrenos internacionales y los primeros cineclubes. Esto generaba pequeñas sociedades que, sin embargo, no tenían el foco tan puesto en el cine argentino. Lo mismo en los 40, cuando apareció el cineclub Gente de Cine y la Cinemateca Argentina, entidades más centradas en la difusión de películas extranjeras que en la preservación de las argentinas. Había una cultura de cine muy fuerte, pero no una idea de preservación como sí empezó a haber en otros países. La cinemateca sueca, por ejemplo, nació con la idea de preservar los clásicos del cine mudo en la transición al sonoro”.
–¿Y aquí?
–Acá no estaba en claro que ese cine estuviera en riesgo. Uno lo ve desde el presente y puede pensar “bueno, cómo no se dieron cuenta”, pero para el libro entrevisté a Juan Carlos Fisner, que fue miembro de la Cinemateca Argentina, y decía que no tenían en claro que todo el cine argentino podía perderse, que no era algo que se percibiera en ese momento porque lo que hoy consideramos cine clásico estaba circulando por las salas de barrio, y muchos de los grandes estudios existían y nadie pensaba que podían quebrar y perder su archivo. Eso también pasa hoy porque uno supone que las grandes empresas que generan contenidos están ocupándose de sus propios archivos. La toma de conciencia fue creciendo lentamente y creo que el punto clave fue la formación del Centro de Investigación de la Historia del Cine Argentino en 1957.
–¿En qué sentido?
–En el sentido de que se creó con la idea preservar la historia y fue fundamental para tener en claro qué era lo importante y qué valía la pena preservar. Esta gente fue la misma que estuvo involucrada en la creación del Museo del Cine porteño, la primera institución pública, en este caso municipal, destinada específicamente a preservar cine argentino (unos años antes se había creado la cinemateca del Instituto de Cine, pero tenía una idea más relacionada con acopiar películas). El primer antecedente lo marcan los privados sentando las bases y recién en 1957, con la sanción de la Ley de Cine, empieza la idea de una cinemateca, pero centrada en el acopio y la difusión, y no de rastrear lo previo. Nadie se preguntaba dónde estaban las películas argentinas que se habían hecho hasta ese momento.
–¿Y qué ocurre en la actualidad?
–Ya en 1980 la Unesco puso el tema en la agenda haciendo un llamado mundial para empezar a preservar lo cinematográfico como parte del patrimonio cultural. En 1993, Pino Solanas empezó a trabajar en un proyecto de ley sobre este tema convocado por la Unesco. Con ese impulso, y cuando la ley finalmente se sancionó en 1999 y se creó la Cinemateca y Archivo de la Imagen Nacional (Cinain), el tema cobró más estado público y la gente relacionada al cine empezó a interesarse y conocer sobre el tema. Porque la realidad es que ni siquiera los miembros de la industria tenían muy en claro qué pasaba con todo eso, cómo se conservaba el fílmico y si alguien lo estaba haciendo. El tema es que la ley tardó más de diez años en reglamentarse, así que en el medio se creó la Asociación de Apoyo al Patrimonio Audiovisual (Aprocinain). El objetivo era promover la reglamentación de la ley, pero se dieron cuenta de que podían rescatar películas.
–Recién mencionaba a la Cinain, cuya creación se aprobó en el Congreso en 1999 y se reglamentó en 2010 pero todavía hoy sigue sin ponerse en marcha. ¿Qué pasó?
–Es difícil de contestar. De hecho, yo también me lo pregunto. En los últimos años, desde el Incaa se han hecho cosas que podrían tomase como funciones propias de una cinemateca, como por ejemplo el programa Cine Argentino Siempre, que desde su implementación, hace tres años, restauró alrededor de 40 películas. Eso es lo que debería estar haciendo la Cinain. Ahora, por qué no se creó no lo sé; es algo que deberían responder las autoridades. Sí creo que tanto la demora en la reglamentación como en su puesta en funcionamiento están relacionadas con la complejidad del tema y algo de desconocimiento. Quizás, así como antes no había una conciencia tan clara de que las películas podían perderse, hoy, con toda la transición del fílmico al digital, no está muy en claro qué hacer. Muchos piensan que la pérdida era un problema de lo analógico y ahora que puede digitalizarse todo, ya está. Y no es así: cuando uno indaga un poco más en la situación, que es lo que hace Paula Félix-Didier en su texto, se ve que el problema del patrimonio fílmico sigue y lo que se necesita es una política que vea qué preservar y cómo hacerlo. Incluso diría que la cuestión actual es mucho más compleja.
–¿A qué se refiere?
–A que lo que hay que hacer es preservar el fílmico y digitalizarlo para dar acceso, pero también preservar el digital, porque hoy casi todo el material se produce en ese formato y no tiene un negativo en fílmico. Esto forma parte de un problema global que debe trabajarse en profundidad, sobre todo teniendo en cuenta la producción audiovisual tan grande e importante que hay en la Argentina. Es lógico que se quiera fomentar la producción de la misma manera que uno espera que sea lógico preocuparse por cómo preservarla. El tema cobra mucha relevancia hoy porque la transición se está completando y no sabemos cuánto tiempo más habrá fílmico ni gente que sepa manejarlo.
–En ese sentido, Félix-Didier cita a Paolo Cherchi Usai, uno de los referentes de la preservación audiovisual, quien considera la digitalización como una “herramienta poderosa y potencialmente devastadora”. ¿Cómo ve esa afirmación?
–Creo que la idea de que el digital es fantástico y la solución a todo está tan instalada que hace falta que alguien que estudia el tema salga y diga que paremos un poco. Ya en 2007, un informe de la Academia de Hollywood decía que preservar en digital era más caro que en fílmico. Estamos de acuerdo que para la difusión el digital es fantástico y genera posibilidades de reproducción infinitas que llevan a una enorme democratización del contenido, pero en términos de preservación la cosa es distinta: el digital requiere sus propios procesos y una migración constante para garantizar que dure en el tiempo. Entonces, no creo que se “ataque” al digital, sino que es necesaria una mirada crítica que alerte que no es la salvación. Está probado que el fílmico puede durar hasta cien años en buenas condiciones de temperatura y humedad, pero con el digital no se sabe porque es nuevo.
–Además, la cuestión digital también cambia la materialidad y percepción de las imágenes, tema del que se ocupa el capítulo Roger Koza.
–Sí, él habla de aprender a ver y distinguir las imágenes. Una en fílmico tiene características distintas a una en VHS o digital, y no se trata de ver qué es mejor o peor, sino de entender la diferencia. A veces, cuando se digitaliza el fílmico para retocarlo y después reestrenar, se plantean cuestiones relacionadas con hasta dónde retocar implica mejorar. El digital te permite transformar tanto que llega un punto en que el resultado no tiene nada que ver con la película original. Ahí lo que se hace es reescribir y no llevar el material al estado en el que nació para que el público lo vea tal como fue concebido. Se borra la historia contenida en las imágenes. Roger lo dice en su texto: pareciera que muchas veces se separa el contenido del soporte y, en el caso del cine y las artes audiovisuales, el soporte cuenta. Es una experiencia distinta como espectador.
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