Viernes, 4 de diciembre de 2015 | Hoy
CINE › TRAS LA PANTALLA, DE MARCOS MARTINEZ, CON PASCUAL CONDITO
La de Condito es una posible historia de la distribución independiente de cine en la Argentina, de la lucha contra el invencible poder de cadenas y majors y también la de sus propios demonios internos y su capacidad de reinvención casi infinita.
Por Diego Brodersen
Festival de Mar del Plata, finales de los años 90. Charla de café con algunos periodistas y un famoso distribuidor local, de los así llamados independientes. “¿Vo’ no hablá’?”, le espetó sin mediar preanuncio Pascual Condito a este redactor, que apenas estaba iniciándose en la crítica y el periodismo, con ese típico acento porteñísimo con dejos de italianidad al palo. Tras la pantalla lo tiene como protagonista absoluto y circula alrededor de esa imagen mítica, cascarrabias y arrabalera del dueño de Primer Plano Film Group, la empresa que lo vio pasar del “cine arte” más exigente, a fines del siglo pasado, a la producción y distribución de cine argentino, aquí y en el exterior (y mucho antes de eso, con otros nombres de fantasía, del exploitation que ganaba espacio en la era del destape democrático). La historia de Condito es una posible historia de la distribución independiente de cine en la Argentina, con sus constantes ascensos y caídas (más de las últimas que de los primeros), la lucha contra el invencible poder de cadenas y majors, sus demonios internos y una posibilidad de reinvención casi infinita.
El documental de Marcos Martínez puede ser visto de varias maneras y una de ellas es el ego trip de un personaje ignoto para todo aquel que desconozca el paño del negocio del cine. Al fin y al cabo, el film fue coproducido y es distribuido por Primer Plano y el carácter oficial del asunto queda en evidencia en gran parte del metraje. Al mismo tiempo –signo de inteligencia del realizador a la hora de montar el material y también del propio homenajeado–, Tras la pantalla se permite, a partir de la figura central, poner al descubierto los detalles de lo que bien podría ser el fin de una era, de una manera de entender el negocio del cine. En una de las tantas conversaciones entre Condito y miembros del mundillo (algunas parecen improvisadas, otras completamente guionadas), Marcelo Piñeyro describe someramente los cambios en el tipo de lanzamiento de los grandes tanques –de la inyección gradual y sostenida en el tiempo a la explosión de salas contemporánea–, y sus mortíferas consecuencias sobre aquellos otros cines que no apuestan por la masividad inmediata.
Además de las conversaciones aparentemente naturales con miembros de su propia familia, en particular sus hijos, otras visitas al inmueble (ya demolido) que Primer Plano supo tener en la calle Riobamba, entre Lavalle y Corrientes, incluyen a un pelilargo Javier Porta Fouz y un rapado Diego Trerotola (ambos como representantes de la revista El Amante en una etapa pregrieta), al historiador y coleccionista Fernando Martín Peña, a la dupla Guerschuny/Udenio, directores de la publicación especializada Haciendo Cine, y a realizadores como Juan Villegas, Raúl Perrone y Lisandro Alonso, entre otras figuras del quehacer cinematográfico. Una emotiva escena en el microcine Vigo, con la aparición de su legendario proyectorista Damiano Berlingieri, habilita el comienzo de un paseo algo melancólico: el “barrio” del cine que fue y que ha comenzado a dejar de ser desde hace ya un largo rato. Los últimos tramos de Tras la pantalla están dedicados a recorrer los restos de ese edificio condenado a desaparecer como tantas otras oficinas, pisos y tugurios de la zona, mientras algunos trozos de afiches son revoleados por el viento entre los escombros. Esas y otras imágenes y relatos logran borrar, al menos temporalmente, los vestigios de endogamia que acechan a Tras la pantalla, transformándola en un relato universal. Y a Condito, con su tatuaje de Cinema Paradiso y su remera del Che, en un personaje ciento por ciento cinematográfico.
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