CINE › CARLOS SORIN Y SU NUEVO FILM, “EL CAMINO DE SAN DIEGO”
La película que se estrena mañana le sirve a Sorín para recorrer esos caminos en los que encuentra historias mínimas pero tentadoras, “con happy ends medio dudosos”. Maradona, la carretera, el Gauchito Gil y la polifonía de idiomas de la Mesopotamia van tejiendo una historia donde sobrevuela la argentinidad en su sentido más amplio.
› Por Facundo García
Podría definirse a Carlos Sorín como un camionero del cine. Después de recorrer incontables kilómetros, sigue haciendo películas en las que nada tiene vuelta atrás y los protagonistas se deslizan por la vida cargando pocas cosas propias, salvo su esperanza. Filma en las rutas, trabaja con “no-actores” y se conforma con presupuestos relativamente bajos, en una industria que tiene pavor al azar y la falta de recursos. Su último trabajo se llama El camino de San Diego y cuenta la historia de Tati, un correntino subocupado que se entera de que Maradona está enfermo y decide ir a Buenos Aires para regalarle al “diez” una raíz de árbol que, supuestamente, tiene la forma del jugador. Para anticipar el estreno de mañana, el cineasta conversa con Página/12 en la terraza de un bar: a poco de saludar, se traga un cortado y un enorme vaso de jugo con la presteza de un bandolero frente a dos tequilas. Y después se presenta: “Me gusta viajar sin motivo ni destino. No es que asuma las películas de carretera como un género al que me tengo que ceñir. Simplemente son mi forma de crear. Supongo que será una consecuencia de haber leído tanto a Jack Kerouac y al resto de la Generación Beat”.
–Pero sus protagonistas son desocupados, viajantes, pobladores rurales... no parecen muy “beat”...
–Puede ser. Son más perdedores, tal vez porque los grandes perdedores están siempre más cerca de los conflictos esenciales de la condición humana. En realidad, todos somos losers, porque al final tener la vida no es otra cosa que irla perdiendo. Por otra parte: ¿qué historias vas a encontrar acá? Es bastante argentino no ganar, y de hecho en El camino de San Diego la derrota tiene una importancia fundamental. Tati, como miles de fanáticos de Diego, es un excluido. Vive en la selva y mantiene a su familia ayudando a un viejito que hace artesanías. Si éste fuera un país donde la gente está bien, Diego sería como Michael Jordan o Tiger Woods, un gran deportista y basta. Pero acá es la venganza de los que menos tienen. Eso impulsa al protagonista a agarrar la ruta e ir a visitar a su ídolo cueste lo que cueste.
–Agarra el camino, un elemento recurrente en el cine argentino reciente... ¿Por qué la ruta ha aparecido tantas veces en los films de los últimos años?
–Aquí el camino tiene una cantidad de resonancias enorme. Las grandes distancias hacen que mucha gente del interior esté siempre con un viaje dando vueltas. Ojo, significa también un escape para rajar de lo que nos angustia. Yo mismo no me imagino la vida sin filmar parajes, moteles, cruces de rutas. Tal es así que invento mis guiones andando en camioneta, hablándole a un grabadorcito que me llevo. Cada tanto paro en una estación de servicio perdida. Mientras me tomo un café, me gusta darme cuenta de que no tengo la menor idea de dónde voy a pasar la noche. Esa es mi forma de crear. El paisaje monótono propicia en mí un estado hipnótico; me ofrece una especie de trance. Por eso me gusta tanto la Patagonia.
–Sin embargo esta vez eligió, por primera vez en su carrera, trabajar en la zona mesopotámica.
–Siempre quise hacer una peli en guaraní y esta vez estuve cerca (risas). El litoral, con su exuberancia humana, vegetal y animal, era el lugar indicado para una historia que tiene una vuelta medio mística. Es una zona que la mayoría de los argentinos desconoce... ¿Usted sabía que en esa región hay muchísimos pobladores que no hablan castellano? La argentinidad prácticamente no existe. O es totalmente diferente a la que asumimos acá. Ahí está la cultura gaúcha, bahiana y guaranítica, entre otras. Hay alemanes. Hay gente que habla tres idiomas, a veces simultáneamente. Español, portugués, guaraní, portuñol, guarañol, y así hasta formar una ensalada apasionante.
Otro de los factores que hicieron que el rodaje de El Camino... se hiciera en el nordeste fue la afición de Sorín por la ruta 14, denominada por algunos “La Ruta de la Muerte”. La senda va desde el sur de Entre Ríos hasta el norte de Misiones, en el límite con Brasil. Son mil ciento veintisiete kilómetros en los que argentinos, brasileños, uruguayos y paraguayos parecen circular poseídos por el impulso de avanzar y chocarse entre sí de forma permanente. “La esencia de ese trayecto es la mixtura”, asegura Sorín. “Es una ruta muy mística, con iglesias a los costados y con la presencia permanente del Gauchito Gil, un fenómeno importantísimo que yo vengo investigando desde hace muchos años y me parecía digno de mostrar.”
–Por otra parte, aunque cambió de clima y de paisaje respecto de Historias mínimas y El perro, aparecen otra vez los lazos solidarios...
–Es que a mí me cuesta ser cruel con mis personajes. Tampoco soy demasiado optimista... los míos son happy ends medio dudosos (risas). Me encanta ver cómo mucha gente espera que al protagonista le roben o lo agredan. En El perro pasaba lo mismo: ¡Todo el mundo esperaba que al tipo le afanaran el perro que había conseguido! ¡Es la paranoia argentina!
–Ese es otro punto: la marginalidad es en sus películas algo más que el reino exótico y lleno de violencia que muestran los medios.
–Por un lado, la marginalidad en las grandes ciudades es distinta a la marginalidad del interior. En las provincias hay una cantidad de cosas que te contienen aunque no tengas nada. Yo me siento muy cómodo en esos lugares. Esos boliches, esos camiones, esas costumbres. Me siento entre pares. Por otra parte, una cosa que a mí me afectó mucho fue la manera en que, después de la crisis del 2001, los que vivíamos en Buenos Aires empezamos a darnos cuenta de que estábamos en Latinoamérica. Ver a toda la gente que venía diariamente a la capital para ver si podía salvar el día con alguna changa significó un golpe en la nuca, un cambio determinante en mi forma de ver las cosas.
–En general, las películas de ruta incluyen cierto aprendizaje por parte del protagonista. Si su vida pudiera ser contada como una road movie, ¿qué hubiera aprendido su personaje a esta altura del trayecto?
–Hubiera aprendido a convivir con los temores de asumirse como autor. Esa ha sido mi gran lección de los últimos años. Una porción grande de la dirección de cine está relacionada con tolerar el miedo a ser autor de algo y mostrarlo. Es un terror que me paralizó después de Eterna sonrisa en New Jersey, aquella película con Daniel Day Lewis que fue una catástrofe y me dejó mal durante mucho tiempo (risas). Después aprendí a asumir una autoría plena de lo que hago. Hasta hace poco, por ejemplo, hacía los guiones junto a guionistas. Ahora me largué solo. Haber ganado esa confianza es más importante que cualquier conocimiento de oficio, porque para que salgan películas como ésta –en las que si te vas de mambo un poquito te puede salir una cagada– hace falta conocer qué parte de tus miedos juega a favor y qué parte te hace la contra. Estos films, al igual que los de muchos directores argentinos de la actualidad, andan volando por el aire. Y tenés que andar con cuidado, porque abajo no hay una red sino el suelo.
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