Carlos Sorín dirigió La película del rey (1986, Premio Goya a la Mejor Película Extranjera y León de Plata en el Festival de Venecia) y Eterna sonrisa de New Jersey (1989). Más tarde llegaron Historias mínimas (2002, Premios del Jurado, de la Federación Internacional de Prensa Cinematográfica –Fipresci– y Signis en el Festival de San Sebastián, y Goya a la mejor película extranjera) y El perro (2004, Premio de la Fipresci en San Sebastián). Los que no conocen mucho de su cine recordarán aquella vieja propaganda de Telefónica en la que un paisano decía “Hola vieja, ¿a que no sabés de dónde te estoy hablando?”; aunque ahora el hombre no se cansa de jurar que la publicidad es cosa del pasado.

Su quinto film conserva los criterios de sus últimos emprendimientos. El artista seleccionó, una vez más, a personas que él denomina “no-actores”, es decir, gente que en su gran mayoría no se ha acercado antes a la actuación. “Aparte de mi indudable tendencia a complicarme la vida con esta forma de hacer las cosas, el objetivo es el mismo que el de mis películas anteriores. En otras palabras, busco lograr algún momento en el cual el film esté próximo a lo verdadero”, sentencia. Así, el rol principal de la película estuvo a cargo de Ignacio Benítez, un joven que trabaja en un vivero de El Dorado (Misiones). También participaron, entre otros, el productor brasileño Carlos Wagner La Bella y el conocido Juan Villegas, empleado de un garaje del barrio de Belgrano que ya se había consagrado en El perro.

¿Para qué buscar en el cine momentos de verdad? Sorín no le da vueltas al asunto. “El arte es simulación. Los grandes actores son grandes simuladores. Yo intenté llegar a la eficacia por otro lado, reduciendo el espacio de simulación. Hay momentos en que vos ponés una cámara y aparece algo que vos sentís que es cierto. Esos instantes son armas muy fuertes para producir emoción. Que el espectador se sacuda, que también tenga su golpe en la nuca, que cambie, esos pocos segundos sirven para eso.”