Viernes, 12 de febrero de 2016 | Hoy
CINE › ZOOLANDER 2, CON BEN STILLER Y OWEN WILSON
Por Ezequiel Boetti
Zoolander se estrenó en la Argentina en febrero de 2002 y pasó por la cartelera con más pena que gloria, tal como suele ocurrir con nueve de cada diez comedias fundamentales (¿alguien recuerda haber visto en cine Hechizo del tiempo?). Era, tanto aquí, con diciembre de 2001 a la vuelta de la esquina, como en el resto de un mundo aún atónito por el 11-S, un periodo desfavorable para una película en apariencia ultra tonta centrada en ambiente tan banal y superfluo como el del modelaje. Pero el tiempo, en alianza con la rotación del cable primero y la circulación en Internet después, hizo aquello que suele atribuirsele pero pocas veces ocurre: le dio la razón. Fue entonces que la vieron todos y a todos –o casi– les gustó. Catorce años después, Ben Stiller decidió ponerse otra vez delante y detrás de cámara para revivir a esa criatura “really, really, ridiculously good looking” compuesta partes iguales de posmodernismo, inocencia, sinceridad, egocentrismo y –last but not least– una dosis supina de idiotez llamada Derek Zoolander.
El resultado es decepcionante, en parte por la certeza de los ¡cuatro! guionistas, todos miembros de la elite de la comedia americana contemporánea (el propio Stiller, Nicholas Stoller, John Hamburg y Justin Theroux), acerca del status icónico de las criaturas y referencias presentadas en aquel film, lo que da lugar a una catarata de guiños, chistes y referencias que en pocos casos trascienden el propio ombligo zoolanderiano. En ese sentido, los fanáticos más acérrimos seguramente saldrán contentos: habrá menciones –algunas gratuitas, otras no– al The Derek Zoolander Center For Kids Who Can’t Read Good And Wanna Learn To Do Other Stuff Good Too, el Orange Mocha Frappuccino y a los temas “Wake Me Up Before You Go-Go” y “Relax”, entre otras, además de una buena cantidad de cameos que conviene no adelantar.
Pero la herida mortal está causada por la ausencia de la afinada capacidad de observación que caracteriza –¿caracterizó?– gran parte de la obra de Stiller como realizador. Así, si desde el seminal The Ben Stiller Show supo mimetizarse en el mundo del cine y la televisión primero, y el del modelaje después para descubrir sus mecanismos, reflexionar sobre ellos y recién entonces devolverlos a la pantalla de forma amplificada, retorcida y desaforada, aquí se limita a replicar un modelo narrativo jamesboniano con una autoconciencia nunca aplicada más allá del universo previamente creado. O al menos es lo que hace durante gran parte del metraje, ya que aún sobreviven pequeños destellos de su genio observacional en el personaje de Todo (Benedict Cumberbatch merecía una nominación al Oscar por esto y no por el afectado matemático de El código Enigma) y en la extraordinaria publicidad de Aqua Vitae.
Así, Zoolander 2 es un film cuya comicidad luce recortada debido a que dejó de funcionar en dos niveles: si antes lo hacía tanto por las formas de apropiarse de los códigos audiovisuales y simbólicos de su objeto de estudio como por los chistes y situaciones propias de la lógica interna de la narración, ahora sólo queda lo segundo. Tampoco queda demasiado del ultrapop recargado de la primera entrega. Stiller deja de lado el montaje frenético y vistoso aprendido –y aprehendido– de la era MTV (no por nada el personaje debutó con un cortometraje en los VH1 Fashion Awards de 1996) para abrazar otro reglamentario, sin vuelo, que desemboca en escenas largas y carentes de timing. En medio de todo eso, el regreso del extraordinario Mugatu a cargo del igualmente extraordinario Will Ferrell y la aparición de una emperatriz de la moda con el acento soviético más ridículo del mundo, cortesía Kristen Wiig, muestran la buena madera con la que está hecha Zoolander 2. Que el ensamble no esté a la altura es la gran cuestión.
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