Mar 16.02.2016
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CINE › DOCUMENTALES SOBRE REFUGIADOS EN EL OJO DE LA TORMENTA DEL FESTIVAL DE BERLíN

Largo viaje de la noche hacia el día

Tanto en la competencia oficial como en las secciones paralelas, varios documentales dan cuenta no sólo de un tema de gran actualidad, que tiene en vilo a Alemania, sino también de la calidad impar de los films del israelí Avi Mograbi y el chino Wang Bing.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Berlín

“¿El fin de la era Merkel?” se titula un editorial del periódico Der Tagespiegel que da cuenta del feroz debate que se ha instalado en la opinión pública alemana a raíz de la crisis de los refugiados y que amenaza con llevarse puesta la cabeza de la canciller. “Sé que la gente está impaciente y quiere respuestas rápidas, pero las respuestas rápidas suelen ser las respuestas equivocadas”, afirmó el sábado Merkel, antes los ataques de la prensa más intolerante, que magnifica los conflictos creados por los inmigrantes recién llegados (particularmente en la ciudad de Colonia) al mismo tiempo que esconde o minimiza los ataques xenófobos a los centros de refugiados. Y los refugiados –de todos los orígenes y conflictos del mundo– están en el ojo de la tormenta de la edición número 66 de la Berlinale, que ha sintonizado de manera muy especial con el tema en todas sus secciones, desde la competencia oficial hasta el Forum del Cine Joven.

Lo interesante del caso es comprobar de cuántas maneras es posible abordar un problema humanitario y político, que aquí en la Berlinale se vuelve también, imperativamente, en un problema de representación cinematográfica. No hay duda, por ejemplo, de que Fuocoammare (Fuego en el mar), el documental del italiano Gianfranco Rosi –ganador del León de Oro de la Mostra de Venecia 2013 por Sacro Gra, su trabajo inmediatamente anterior– se va a llevar alguno de los premios principales del concurso oficial, que se entregan el próximo fin de semana. La película impactó fuerte en el Berlinale Palast, donde se llevó una ovación y no pocos elogios de la crítica. Filmada a los largo del último año en la isla de Lampedusa, donde por su cercanía con la costa africana suelen llegar infinidad de botes y gomones hacinados de hombres, mujeres y niños que huyen de la pobreza y las guerras, Fuocoammare tiene las mejores intenciones. Pero no necesariamente los mejores resultados.

Se diría que Rosi nunca termina de encontrar ni la estructura narrativa ni el punto de vista para un tema tan difícil y complejo. Por un lado, la película se inicia con una suerte de celebración de la bucólica vida en la isla, algo que el propio Rosi ha declarado que la televisión ignora cuando solamente va corriendo detrás de la noticia de la llegada de un nuevo contingente de improvisados navegantes, muchos de los cuales llegan inexorablemente muertos. Esa pastoral cotidianidad de Lampedusa está representada por Samuele, un chico de nueve años, que juega y corretea por la isla, como si ignorara lo que sucede en sus playas. Junto a Samuele aparecen también algún compañero de juegos y miembros de su familia, entre ellos la arquetípica nonna que prepara fettuccine y reza cada mañana a la memoria de su marido muerto. Y simultáneamente, Fuocoammare se embarca en una nave de guerra italiana, afectada al operativo Mare Nostrum, de rescate de embarcaciones clandestinas. Se diría que el único vínculo entre ambos mundos es el médico del pueblo, un hombre ya curtido pero no por ello menos sensible, que sabe muy bien la tragedia que tiene entre manos, cuando debe diagnosticar enfermedades o certificar la muerte de los recién llegados. El problema mayor de Fuocoammare es que esos hombres, mujeres y niños que llegan desde el otro lado del Mediterráneo nunca alcanzan a tener en la película un rostro definido, un nombre, una historia, una identidad. Aparecen siempre como un conjunto amplio, vago, indeterminado, distante, quizá no muy diferente de los que presenta la televisión, de la que el propio Rosi reniega.

En las antípodas del film italiano en competencia están otros dos documentales que presenta la sección paralela Forum del Cine Joven: Bein gderot (Entre vallas), del israelí Avi Mograbi, y Ta’ang, del chino Wang Bing, sin duda dos de los grandes cineastas de la última década. El film de Mograbi –el recordado director de Z32 y Venganza por uno de mis dos ojos, dos de las críticas más afiladas a la política de Estado israelí en contra del pueblo palestino– aborda aquí un tema casi desconocido fuera de su país. En el desierto de Negev, en la frontera israelí con Egipto, se levanta un campo de detención donde miles de africanos han quedado atrapados en una tierra de nadie. En su gran mayoría, provienen de Eritrea y Sudán, escapando de la guerra y el genocidio. Y lograron ingresar a Israel, el único país de la región que firmó la convención de refugiados de las Naciones Unidas del año 1951. La paradoja es que Israel no sólo ignora ese tratado del cual es firmante sino también su propia historia. “¿Cómo puede ser que Israel, una tierra de refugiados, se niegue a darle asilo a gente que huye de la persecución y la muerte?”, se cuestiona Mograbi.

A la pregunta, ya de por sí punzante, Mograbi le suma si no una respuesta al menos una acción directa: junto a su amigo el teatrista Chen Alon organiza frente a su cámara una serie de dramatizaciones de los exiliados según las viejas premisas de Teatro de los Oprimidos, creado por el brasileño Augusto Boal en los años 60. Y entonces esos hombres (pareciera que no hay mujeres en esa cárcel a cielo abierto, en la que reinan la incertidumbre y la falta de esperanzas) van recuperando no sólo su voz, su identidad, su dignidad. También descubren que son capaces de crear, colectivamente, un hecho estético.

Y un poderosísimo hecho estético es Ta’ang, la nueva realización de ese maestro del documental contemporáneo que es el chino Wang Bing. Conocido esencialmente a través del DocBuenosAires, que ha difundido toda su obra desde Al oeste de las vías (2003), su monumental opera prima, Wang Bing es un cineasta siempre al margen de la burocracia y el reconocimiento oficial de su país. Por eso mismo siempre ha sido capaz de internarse en sus zonas de riesgo, como fue el caso con Feng Ai (2013), rodada durante seis meses en un siniestro hospital neuropsiquiátrico de provincia. Aquí Bing se instala en la frontera entre la República Popular China y Birmania, donde una cruenta guerra civil fue empujando a gran parte de su población hacia ese callejón sin salida, donde los birmanos sobreviven como pueden, durmiendo a la intemperie, siempre atentos al sonido de los morteros y al fuego de metralla, lo que obliga a mudar constantemente sus campamentos.

Contrariamente a lo que haría un mero reportaje televisivo, Wang Bing no mira de lejos el conflicto, sino que se compromete con todos sus personajes, los acompaña permanentemente y vive con ellos, bien de cerca, todos los peligros. Y durante ese viaje sin certezas para nadie, ni siquiera para el realizador, descubre a un grupo de mujeres y niños de una fortaleza y un espíritu increíbles, que les permite marchar a pie días enteros sin perder la sonrisa y la capacidad de juego. Y que cuando llega la noche, se arrebujan alrededor de un fuego y se cuentan historias de familia, que los chicos escuchan con la certeza de que alguna vez ellos también se las contarán a sus propios hijos, si sobreviven a la guerra.

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