CINE › GRETE, LA MIRADA OBLICUA, DE MATILDE MICHANIE Y PABLO ZUBIZARRETA
Los realizadores utilizan las herramientas más tradicionales del género documental como modo de reconstruir la vida y presentar y ponderar la obra de Grete Stern, una alemana consagrada como un nombre mayor de la fotografía en la Argentina.
› Por Horacio Bernades
Grete, la mirada oblicua es algo así como la versión documental de un biopic, género ficcional de invención hollywoodense, dedicado a reconstruir la biografía de una celebridad, con especial acento en sus mayores logros. En este caso, la celebridad es, si se quiere, de nicho: fuera de los ámbitos de la cultura pocos connacionales habrán oído hablar de Grete Stern, uno de los grandes nombres de la fotografía en la Argentina. El documental de Matilde Michanie y Pablo Zubizarreta se atiene a la más lineal cronología, recorriendo vida y obra de esta nativa de Wuppertal, desde la fecha de su nacimiento (1904) hasta la de su muerte (1999, a la lozana edad de 95 años). Michanie y Zubizarreta utilizan las herramientas tradicionales del género como modo de reconstruir la vida y presentar y ponderar la obra. Básicamente, testimonios de especialistas y fotos, tanto las de la propia autora como de ella, obtenidas por terceros. Se agregan, en la última parte, filmaciones actuales en el Delta del Paraná, sitio en el que Stern vivió y al que amó, y en provincias del norte, que recorrió extensamente durante más de un lustro, produciendo un grueso cuerpo de obra, dedicado a las culturas aborígenes de la zona.
De la Bauhaus al Chaco, pasando por el retratismo, la fotografía publicitaria, el fotomontaje y el surrealismo, el registro de Stern parece no tener límites. Es la autora de una de las más famosas fotos de Borges, así como de retratos de Alfredo Palacios, una veinteañera María Elena Walsh asomada a una ventana o de Antonio Berni, irreconocible de tan joven. Todo eso desde mediados de los años 30, cuando junto con su por entonces marido Horacio Coppola, otro prócer del rubro, supo exponer en la sede de la revista Sur bajo el ala de Victoria Ocampo, tres años después de desembarcada en Buenos Aires, escapando de un nazismo en ciernes. Stern era de familia judía y burguesa, y se había formado en Berlín junto a Walter Peterhans, maestro de quien por un tiempo fue única discípula, y que le inculcó la idea del “montaje intelectual” de la composición fotográfica.
En los años 40 la convoca Editorial Atlántida para ilustrar una columna de la revista “para señoritas” Idilio, en la que un par de psicoanalistas interpretaban sueños por correo. En ese contexto aparentemente tan poco propicio para audacias visuales e intelectuales, Stern hace fotomontajes de mujeres sin boca, mujeres enjauladas, mujeres a punto de ser devoradas por hombres, mujeres atacadas por hombresmonstruos. Deseos y, sobre todo, terrores femeninos. De allí que la historiadora del arte Valeria González la califique de protofeminista. Es asombroso que de ese surrealismo de cuerpos mutilados, almanaques gigantes e imágenes multiplicadas en espejos se pueda pasar a fotografías desnudas de chozas de caña, familias en medio de la seca y mujeres tejiendo telares. Es sin embargo ese el paso que dio Grete Stern cuando a fines de los años 50 puso rumbo al Chaco, para documentar la vida de los tobas y wichís de la zona. Los fotógrafos Sara Facio y Marcos Zimmerman y el historiador de la fotografía Luis Priamo son otros de quienes –dentro de la concepción del documental más como instrumento que como film autónomo que subyace a la película– prestan testimonio a cámara, en ocasiones haciendo valioso análisis de la técnica y el estilo de la autora.
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