CINE › TIEMPO MUERTO, DE VICTOR POSTIGLIONE
› Por Diego Brodersen
Aunque forma parte de su ADN, el guión nunca hace a la película, por más que muchos sigan empeñándose en la idea de que de su escritura dependen en gran medida los resultados finales. El caso de Tiempo muerto es paradigmático: es posible imaginar otra película radicalmente diferente, tal vez más estimulante, a partir de su bosquejo narrativo, de sus situaciones y elementos dramáticos constitutivos. De su trama esencial, en definitiva. La ópera prima de Víctor Postiglione (nacido en Paraguay, de padres argentinos de paso por el país vecino) se acerca al terreno del thriller sobrenatural –muy poco abordado por estas latitudes– con un evidente respeto por sus (teóricas) reglas, establecidas por decenas y decenas de títulos previos, y un paquete de ideas formales que la acercan a un formato televisivo en el peor sentido: expositivo, a partir de unos diálogos muchas veces farragosos, e hiperbólico en la construcción de los personajes, casi siempre al borde de la caricatura no intencional.
Rodada completamente en Colombia (se trata de una coproducción con ese país), el film arranca con una de esas escenas de amor idílico que suelen anticipar el desastre. Franco (el experimentado Guillermo Pfening) y Julia (la colombiana María Nela Sinisterra, quien viene desarrollando una aún breve pero constante carrera como actriz en nuestro país) se aman, lógicamente, con locura. Y el desastre llega bajo la forma de la muerte de la joven morena, atropellada por un auto luego de un encuentro con su mentor en el mundo del periodismo, Ayala (Luis Luque), casi un padre putativo. Es precisamente Ayala quien, luego del entierro, le confiesa a Franco la sospecha de que el accidente de quien iba a ser su esposa no es tal. Los primeros cuarenta y cinco minutos de Tiempo muerto están dedicados a la investigación de uno y otro de los rastros dejados por la difunta, acerca de un mito urbano que bien podría tener un componente real: un hombre es capaz de entablar contacto con el mundo de los espíritus a partir de los “tiempos muertos”, momentos fugaces durante los cuales aquellos que están aquí pueden volver a encontrarse con los que ya pasaron hacia el otro lado.
Mientras el loft del joven comienza a vaciarse de muebles y decoraciones, cuya venta es esencial para hacerse del dinero necesario para pagar ese “viaje” de reencuentro, la trama avanza en una línea recta hacia el desenlace y los personajes se convierten esencialmente en marionetas atadas al texto escrito: Franco se deprime y, por lo tanto, deja crecer su barba, al tiempo que convive con las cucarachas más grandes de Colombia; Ayala comienza a mostrar un costado oscuro, que la película explicita a partir de la puesta en escena y el uso de la música. La iluminación preciosista y funcional de Hugo Colace es un ejemplo más del profesionalismo que inunda el debut de Postiglione, donde todo parece estar en su lugar, pero pocas cosas generan entusiasmo. El de Tiempo muerto es un terreno semidesértico, resecado merced a su punto de partida y destino final: proveer un producto competente a costa de evitar cualquier clase de riesgo.
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