Jueves, 1 de septiembre de 2016 | Hoy
CINE › GUSTAVO FONTAN Y SU ADAPTACION DE EL LIMONERO REAL
Para su versión de la novela de Juan José Saer (“fue una de mis primeras lecturas, que me dieron vuelta la cabeza”), el director apeló a un elenco que mezcla no actores y profesionales. “No era menor la posibilidad de compartir una experiencia humana”, dice.
Por Diego Brodersen
“Amanece y ya está con los ojos abiertos”, escribe Juan José Saer en El limonero real una y otra vez, volviendo a ese inicio de un día como cualquier otro que podría ser diferente. Wenceslao se levanta y se prepara, con la esperanza de que su mujer, ese día, finalmente, salga, haga a un lado el extenso duelo por el hijo muerto, se anime a continuar viviendo. Es fin de año y hay fiesta familiar, se carneará un animal, se beberá y bailará. El río, ahí cerca, será testigo de ese día, como de los otros que ya murieron y los que aún están por nacer. Adaptar a Saer, trasladar esas palabras y frases que se mecen rítmicamente mientras el lector las recorre con la mirada, transformarlas en imágenes y sonidos, no es tarea fácil. Gustavo Fontán lo sabía perfectamente antes de poner manos a la obra y encarar el final de su “Trilogía del río”, nombre no oficial –pero pertinente– del ciclo que ahora culmina, luego de La orilla que se abisma y El rostro.
Rodada en Colastiné, provincia de Santa Fe, en “la zona de Saer”, según afirma Fontán en conversación con Página/12, El limonero real convocó a un reparto de actores profesionales y no actores, luego de dos films que elaboraban la abstracción de la naturaleza y de los cuerpos humanos en movimiento. Entre los primeros, destacan Germán de Silva como Wenceslao, protagonista y centro de gravitación del relato, y Eva Bianco como Rosa, su cuñada, la hermana de Ella, la que no quiere salir del perímetro que rodea el rancho; los no actores son muchos, algunos de ellos absolutamente desconocidos, mientras que otros hacen su debut delante de la cámara, como el realizador Rosendo Ruiz, el director de De caravana. Amanece y Wenceslao ya está con los ojos abiertos, el hombre que, para Fontán y equipo, significaba “el conflicto de toda la película entre la vida y la muerte, la tensión entre sigo adelante, mato un cordero, comemos, bailamos, celebramos, etcétera, pero no sé si puedo seguir vivo. Ese juego interno, subjetivo, profundo; cómo se sigue vivo con esto, era el lugar donde nuestra película concentra la emoción”.
–Desde sus primeras películas ha demostrado un interés por escritores como Leopoldo Marechal o Jorge Calvetti y, más recientemente, por Juan L. Ortiz. ¿Siente que Saer era una asignatura pendiente?
–Estudié literatura y recién llegué al cine casi a los treinta años, por lo cual fui un gran lector antes de ser cinéfilo. Mis primeras lecturas de Saer fueron las novelas El limonero real y Nadie nada nunca, que me dieron vuelta la cabeza. Me pusieron ante una experiencia de lectura nueva, no entendía bien qué estaba leyendo y dejaron una gran huella. Pero el cine no existía entonces para mí, no había posibilidad de pensarlo más que como esa experiencia de lectura. Luego, cuando llegué al cine y conocí el río Paraná (aunque no como turista: me llevaron a las islas profundas de la región) encontré algo de la experiencia de vida, del paisaje, del agua, que me hace volver a esas lecturas. A Ortiz, a Saer. Que vuelven de otra manera, como una especie de cruce que se juega entre aquellas lecturas y la experiencia de contacto con el río. El resultado de ese cruce es este ciclo que incluye La orilla que se abisma, El rostro y ahora El limonero real, que es la última porque el desafío era mayor, en muchos sentidos, y porque creía que para hacerla era necesario tener un contacto mayor con la zona. Cuando pienso en los tres films como un ciclo está presente la idea de movimiento: La orilla… es la abstracción de El rostro y El rostro es la abstracción de El limonero real. Como si la idea de historia se fuera reponiendo.
–En ese sentido, El limonero… es un regreso a un cine más “narrativo”, entre muchas comillas.
–Si pensamos en alguna consonancia posible, y salvando todas las distancias, Saer se preguntó en algún momento “¿qué es narrar?”. Él entiende que si alguien va a encarar la realización de una obra la pregunta por el lenguaje es absolutamente necesaria; de otra forma, lo que se hace es responder con consideraciones previas, con formatos anteriores. Y dice que su intención fue romper las barreras entre la narración y la poesía. De algún modo, para mí narrar tiene que ver con eso, con una concepción de un entramado donde está rota la consideración de lo que es narrativo y lo que es poético. En algún sentido, El limonero real es una recuperación de esa concepción.
–Adaptar a Saer no es sencillo y sólo hay algún ejemplo aislado previo. Podría pensarse que lo más sencillo es tomar la anécdota básica de la novela y encarar a partir de allí una adaptación libre. O, por el contrario, un camino más complejo, que es adaptar su forma. ¿Qué tomó del texto original y qué decidió dejar afuera?
–Está el ejemplo de Palo y hueso (1967), de Nicolás Sarquís, pero es cierto que esa película toma uno de los primeros cuentos –más cerrados, más tradicionales– de Saer. Me parece interesante reflexionar sobre el concepto de adaptación, que es un concepto imposible, limitado muchas veces a una concepción ligada a la reposición del argumento. Lo cual es casi una torpeza intelectual: pensar que la adaptación es el traslado de un argumento a otro formato. Siempre es una tarea de muchas tensiones, uno se apropia de algo para pensarlo de otra manera, para resignificarlo. Sabíamos que tomábamos de la novela una estructura mínima, ese 31 de diciembre, y que había algunos procedimientos de la novela que nos permitían imaginar cosas para distanciarnos, para entender que había una segunda operación que tiene que ver con la posibilidad de que esa estructura que tomamos de la novela dialogue con elementos de la realidad: los rostros, la luz, el espacio, lo agreste.
–Hay una bellísima secuencia en el capítulo 2 del libro, aquella en la cual Wenceslao recuerda un momento junto a su padre, en medio de la niebla, que no tiene lugar en su película. Por el contrario, el despertar del protagonista y de su mujer está respetado casi hasta el detalle en el comienzo del film.
–Ese momento de la niebla es muy interesante, creo que es fundamental en la novela, pero es una escena que no era posible incluir en nuestro recorte. Sin embargo, la película comienza con dos planos del río, donde la idea era reflejar la belleza de la luz que nace, pero conscientes de que esa belleza –teniendo en cuenta que el film se centra en la emotividad de ese hombre, Wenceslao, tensionado entre la vida y la muerte– tenía que estar en cuestión. El sonido que se escucha durante esos dos planos es el sonido de un día de niebla. De alguna manera, hay una recuperación de elementos, aunque no literalmente; sí atmosféricamente, emotivamente. Respecto del amanecer y las primeras actividades de la pareja, efectivamente se respetó bastante el texto, como así también la estructura básica, desde el amanecer hasta la madrugada de ese día. Pero sabíamos que había algo de la temporalidad que había que fracturar o quebrar o abismar, y por eso la idea de los viajes o el momento debajo del agua o la siesta.
–Hay dos ritmos visuales en el film, uno más concreto, el otro más abstracto.
–Hay algo en el transcurso de ese día que se va profundizando. Es muy probable que cada día Wenceslao se despierte pensando “hoy sí, hoy ella viene, hoy termina el duelo”. Hay un volver a empezar donde esa esperanza se renueva. Ese día comienza con esa esperanza o ese ritmo, pero luego la insistente negación trae nuevamente la muerte del hijo. Es una negación que provoca narratividad, pero también una suerte de desconcierto y profunda tensión emotiva. Y los ritmos tenían que ver con cómo eso se va moviendo dentro de la película.
–El sonido es esencial en la creación de los climas. ¿Fue un trabajo tan intenso como el del montaje de imágenes?
–En las tres películas del ciclo trabajó en el sonido Abel Tortorelli. Por lo tanto, tenía un registro sonoro con todos los matices imaginables. Abel es de una sensibilidad exquisita y el sonido lo pensamos de varias maneras. La pregunta que nos hacíamos era: ¿qué escucha Wenceslao? Y pensamos que el mundo para él tiene una especie de continuidad aparente, que se da entre los planos de imagen, pero también entre imagen y sonido. Como una sutura que no cierra en la percepción del mundo. El sonido tenía que profundizar eso y, por otro lado, otorgarle a la película una musicalidad, un ritmo, una acentuación, que nos lleve a esa tensión profunda de Wenceslao. En el caso de El limonero… hubo además captura de sonido en directo, por la necesidad de tener una estructura y por los diálogos. En los otros dos casos Abel comenzó a trabajar con las películas absolutamente mudas. De todas formas, todo está muy reelaborado, a lo largo de horas y horas de mezcla. Creo que no pensar el sonido o pensarlo simplemente como reposición sonora del mundo visual es también una suerte de debilitamiento del lenguaje. Si no hay una fisura, un fuera de campo, hay algo de la percepción que necesariamente se debilita. Una imposibilidad de repensar el lenguaje y de otorgarle al espectador su carácter de sujeto.
–¿Cómo fue trabajar con actores profesionales y no actores en las mismas escenas?
–Para que esa estructura que tomábamos funcionara debía poseer una interacción muy fuerte con elementos de la realidad: la luz, el espacio, los personajes, los rostros, los cuerpos. No podían ser todos no profesionales, pero la idea era armar una especie de unión de no actores y actores. Hubo un casting grande para elegir a los no actores y la clave allí está en la elección adecuada. En el caso de los actores, debía haber dos o tres características: por un lado, algo que es propio, que es el rostro, el cuerpo, además de cualidades técnicas indiscutibles que, además, les permitieran acercar su representación a las del no actor. La elección de esos actores estuvo destinada a esa asimilación y el trabajo fue darles unidad a esas representaciones. Con Germán y Eva Blanco fue muy sencillo, porque son grandísimos en lo suyo. Finalmente, la humanidad, que para mí no es algo menor: la posibilidad de compartir realmente una experiencia humana, en el sentido más concreto de poder hermanar. Estoy convencido de que la tarea del director es fundamentalmente la de aunar y volver homogéneas la diversidad de sensibilidades.
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