Viernes, 16 de septiembre de 2016 | Hoy
CINE › WERNER HERZOG PRESENTO UNA FICCION Y UN DOCUMENTAL EN EL FESTIVAL DE TORONTO
Salt and Fire, protagonizado por el lunático Michael Shannon, tiene los vicios del último cine de ficción del director, pero el documental Into the Fire lo redime, con su insólita expedición a los volcanes más peligrosos del mundo y a los sistemas de creencias que los rodean.
Por Luciano Monteagudo
Desde Toronto
Si hubiera que definir de alguna manera los bruscos vaivenes, los cambios de humor, las transformaciones incluso del cine de Werner Herzog durante los últimos años no se puede pensar en otra cosa que en el arquetipo creado por Robert Louis Stevenson en El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Hay algo verdaderamente esquizofrénico en su obra reciente, en la que las ficciones y los documentales parecen cada vez más disociados, casi como si fueran hechos por personas diferentes que comparten el mismo nombre. O en la que una fuera la manifestación deforme, monstruosa de la otra.
En la ya muy prolífica obra de Herzog, que ronda casi los 70 títulos entre cortos y largos, y que se remonta a los comienzos de la década del ‘60, con el surgimiento del entonces llamado Nuevo Cine Alemán, los documentales siempre corrieron a la par de las ficciones. Pero si en un comienzo fueron las ficciones las que le dieron su justa fama –desde su opera prima Señales de vida (1968) hasta Fitzcarraldo (1982), pasando por films emblemáticos como Aguirre la ira de Dios (1972) y El enigma de Kaspar Hauser (1974), por citar apenas un puñado de títulos– se diría que desde la extraordinaria Lecciones sobre la oscuridad (1992) los documentales comenzaron a eclipsar casi de manera absoluta a las ficciones, cada vez más espaciadas. Y más desafortunadas.
Aunque conocida, esta cisura nunca quizás se había hecho más patente que ahora, en esta edición del Festival de Toronto, a la que Herzog trajo –casi a modo de caso de estudio– las dos facetas opuestas de su personalidad. Mientras que Into the Inferno, su nuevo documental, esta vez producido por Netflix, representa cabalmente al mejor Herzog de los últimos años, su ficción Salt and Fire también es característica de muchos de los dislates que ha venido haciendo el director alemán desde que está radicado en Los Angeles. Como la desastrosa Queen of the Desert, presentada en la Berlinale del año pasado y que a pesar de su elenco (Nicole Kidman, Robert Pattinson, James Franco) no ha logrado estrenarse casi en ningún lado.
A diferencia de ese lujoso paseo por los desiertos de Medio Oriente, en el que costaba encontrar la marca del director de Fata Morgana, si es que la tenía, en Salt and Fire por lo menos es reconocible la locura de Herzog, esa tendencia hacia la desproporción y las conductas extremas de sus personajes. El guión de Herzog, basado en un relato ajeno, imagina la llegada a un país sudamericano innominado de tres científicos enviados por las Naciones Unidas a investigar un extraño fenómeno, producto quizás de la manipulación del medio ambiente. Pero apenas llegado al aeropuerto, el trío (Veronica Ferres, Gael García Bernal y Volker Zack Michalowski) es secuestrado por un violento grupo de hombres armados como parapoliciales y encapuchados como zapatistas descarriados.
¿Para qué? La mujer, responsable de la delegación, no tardará en comprenderlo, cuando el enajenado a cargo del rapto (Michael Shannon, que ya ha hecho tantas veces de loco que va a terminar encerrado en un manicomio de Hollywood) la deje librada a su suerte en una minúscula isla de cactus en medio de una infinita salina que se ha formado alrededor de un volcán. ¿La idea? Que la científica deje de lado sus gráficos y estadísticas para tomar verdadera conciencia de la apocalíptica desertificación del mundo que se avecina.
Que en esa cárcel a cielo abierto la mujer tenga como única compañía a dos niños huérfanos, hermanos gemelos y ciegos, es algo que se supone sólo se le puede ocurrir a Herzog. ¿Y quién sino Herzog podía encontrar ese paisaje increíble, que parece la Luna en la Tierra y que no es otro que el salar de Uyuni, a la vera del volcán Uturuncu? El problema de Salt and Fire, en todo caso, no son las impresionantes imágenes, que no necesitan de trucas digitales, sino el guión y los diálogos, siempre al borde –cuando no del otro lado– del humor involuntario. Por ejemplo, cuando el mesiánico Shannon, un improbable CEO arrepentido del daño que su compañía le ha causado al mundo (Aranguren, tomar nota), pronuncia entre otras parrafadas cosas tales como “la verdad es la única hija del tiempo”, con una cadencia que parece una parodia de la de propio Herzog, y que arrancó espontáneas carcajadas en las salas del TIFF.
Quizás por influencia del imponente Uturuncu, el documental Into the Inferno está íntegramente dedicado a los volcanes del mundo, desde Indonesia hasta Islandia, pasando por Etiopía y Corea del Norte, donde Herzog tuvo acceso inédito hasta ahora a equipos extranjeros. Es gracioso que el vulcanólogo británico Clive Oppenheimer, que figura como codirector, asegure en cámara al comienzo del film que Herzog (que en 1976, en su corto La Soufrière, ya había ido a filmar un volcán en erupción en la isla de Guadalupe) es una persona muy cuerda y sensata, cuando el propio Oppenheimer parece un caso clínico, casi para chaleco de fuerza.
Pero de allí en más, la travesía será fascinante, no sólo por las increíbles imágenes de los magmas que consigue el cameraman Peter Zeitlinger (un incondicional de Herzog) sino también por la concepción con que Herzog encara el tema. “Obviamente, hay un costado científico en nuestro viaje, pero lo que verdaderamente estamos buscando es el lado mágico, los dioses y demonios creados alrededor de los volcanes, por extraños que parezcan”, sentencia Herzog con su áspero inglés de acento deliberadamente teutónico, que ya se ha hecho su marca de fábrica.
Y vaya si los encuentran. En un pueblo de Indonesia, por ejemplo, hay todo un culto a un tal John Frum, supuesto soldado estadounidense que durante la guerra del Pacífico se habría convertido en un interlocutor privilegiado de los espíritus del volcán vecino y que, como una suerte Mesías, se supone que alguna vez regresará pleno de bonanzas para los empobrecidos lugareños, con su morral repleto de artículos de consumo norteamericanos, desde heladeras hasta gomas de mascar. En el otro extremo del mundo y del arco ideológico, en Corea del Norte, Herzog y Oppenheimer descubren que el gigantesco volcán Paektu fue adoptado por la dinastía comunista de la familia del líder Kim Il-sung como mito de origen, fuente del infinito poder del régimen y leitmotif de toda su gráfica y aparato de propaganda.
Pero el protagonista de Into the Inferno termina siendo siempre el propio Herzog, que asomado a la chimenea de un volcán en plena actividad reconoce su influjo hipnótico y que afirma, en tono fatalista: “A ese fuego empeñado en estallar no le podría importar menos lo que nosotros estamos haciendo aquí arriba”.
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