Viernes, 6 de octubre de 2006 | Hoy
CINE › “LA PUNTA DEL DIABLO”, OPERA PRIMA DE MARCELO PAVAN
Tiempos lentos y espacios desolados hacen del debut como realizador del productor Paván un film con personalidad propia.
Por Horacio Bernades
Dirección: Marcelo Paván.
Guión: Enrique Cortés, sobre idea original de M. Paván.
Fotografía: Rolo Pulpeiro.
Intérpretes: Manuel Callau, Romina Paula, Lautaro Delgado, Axel Pauls y María Onetto.
“Acá, los inviernos se usan para esperar el verano”, le dice la chica al forastero, sin sospechar que tal vez él también haya llegado hasta ese rincón del mundo en espera de algo. Claro que lo que el doctor Roberto Pontelo espera es mucho menos bienvenido que el verano, mucho más definitivo e indeseado. Más parecido, en verdad, a los inviernos de Punta del Diablo, dos o tres manzanas donde parecería no haber un alma. Allí, en Punta del Diablo, todo es frío, lluvia y viento. Debut en la realización de Marcelo Paván, proveniente del campo de la producción, si por algo destaca La punta del diablo es por el modo en que se juega a construir ese compás de espera, ese tiempo de suspensión, esa inminencia de lo irreversible. Tiempos lentos, espacios desolados, llenos de algo que aún no está, hacen de La punta del diablo una ópera prima con personalidad propia.
“Llevate el celular”, ruega a Roberto, casi entre lágrimas, su instrumentadora de cabecera, a quien lo liga una relación que sin dudas trasciende lo profesional. En el plano siguiente, una panorámica recorre los objetos personales que Roberto dejó en casa, antes de partir hacia ninguna parte. Entre ellos está el celular, última comunicación con el mundo conocido. Neurocirujano de profesión, el doctor Pontelo (Manuel Callau) acaba de recibir, en el contraluz de una tomografía craneal, la clase de mala noticia que está habituado a dar a sus pacientes, con cruel distancia médica. Frente a la novedad, la decisión de Pontelo es dejar todo atrás y partir, casi como quien deja la vida. “Quería ir al sur y terminé viniendo al norte”, confesará más tarde al dueño de El Tiburón, boliche único de esa inhóspito pueblito pesquero vecino a Rocha, Uruguay. Tan al norte llegó Pontelo que ahí nomás está el Chuy, frontera con Brasil. “Mire que por más que no tengamos cementerio, acá la gente se muere igual”, avisa el dueño del boliche. Y Roberto, que se sabe cerca de otra frontera, pega un respingo.
Una clara voluntad de despegar de lo convencional anima a La punta del diablo, manifestada tanto en la elección de un cierto tempo narrativo –que depende menos de acontecimientos que del recogido interior de su protagonista– como de espacios inusuales para el cine argentino. El espacio de la ruta, con sus caminos abriéndose, sin rumbo que los predetermine, y el del pueblito pesquero, hosco, reticente, abierto sólo al mar y los tiburones. Se percibe en Paván un genuino interés por esos tiempos y espacios, y ese interés lo lleva a construirlos con pausada atención al detalle. El soplido hidráulico de la puerta de un ómnibus al abrirse, el tiburón recién pescado que alguien carga sobre su hombro, la lluvia cortando la playa en diagonal, una tremenda tormenta nocturna y una cena a su abrigo son la clase de notación que le da a La punta del diablo su singularidad visual y sonora. Singularidad a la que contribuyen tanto la definición de ambientes y detalles como la magnífica, sobria dirección de fotografía de Rolo Pulpeiro.
Tampoco responde a la convencionalidad argentina el modo en que se suministra información sobre personajes y situaciones. En lugar de sobredefinir, Paván retacea. Si Pontelo llega hasta Punta del Diablo siguiendo a una chica (la muy interesante Romina Paula), ¿es porque lo atrajo, porque la cicatriz en su cráneo le hace pensar que podría haber sido su paciente o porque su vitalidad y juventud representan en ese momento algo infinitamente deseado? ¿Por qué la chica y el dueño del boliche (con su aspecto de viejo marino y su hosquedad, Axel Pauls es un enorme acierto de casting) ocultan la relación que los une? ¿Qué otra vinculación tienen exactamente, aparte de la meramente profesional, el médico y su instrumentadora? ¿Qué representa para el protagonista la pesca de tiburones?
Por suerte, son todas preguntas con más de una respuesta posible. Lo que hace ruido, en tal caso, son ciertos offs y diálogos, a los que hubiera venido bien vaciar de retórica y literatura. La actuación de Manuel Callau no hace más que reforzar la solemnidad de esas líneas, cuando lo aconsejable hubiera sido atenuarlas, desviarlas, jugarles a contracorriente.
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