espectaculos

Miércoles, 1 de noviembre de 2006

CINE › GUILLERMO PFENING Y SU ODISEA DE FILMAR AL SUR

“Era un lugar ideal para estafadores y fugitivos”

El actor de Nacido y criado, de Pablo Trapero, reconstruye el rodaje en Santa Cruz, que lo enfrentó al frío, el desierto y el dolor de un hombre afectado por un dolor profundo.

 Por Julián Gorodischer

Nieve, desierto y expresiones hoscas anticiparon la experiencia difícil que serían sus próximos dos meses: así recibió Río Turbio (en Santa Cruz) al actor Guillermo Pfening, protagonista de Nacido y criado, la última y celebrada película de Pablo Trapero. Se recluyó en el fin del mundo para contar la historia de Santiago, en escape postraumático tras el accidente de auto que –según cree en la ficción– le habría costado la vida a su mujer (Martina Guzmán, esposa de Trapero) y su hija. Lo que sigue –el film en sí– es el armado de la vita nuova, novela no de iniciación sino de fuga: algo se termina para que nada se atreva a comenzar. Su criatura –con la que logró total empatía– se entrega voluntariamente al vacío, descendiendo al territorio rudimentario de la caza y el trabajo forzoso en reemplazo del refinado rol de ambientador palermitano, con reminiscencias a El aura de Fabián Bielinsky. “Es el traslado de la ciudad al encierro de un pueblo; con El aura tienen algunos puntos en común: la camioneta, la caza, la amistad masculina.”

La dificultad a su cargo fue hacer aparecer en pantalla la abstracción del estado anímico: será un ser suspendido en la nada que sufre pero no verbaliza. No le costaba demasiado compenetrarse con esa demanda. “Hacía mucho frío, más de 15 grados bajo cero. Y Río Turbio es un lugar sin historia, donde la comida típica, por ejemplo, es el locro. Porque lo habita gente que se vino desde distintos lugares del país cuando abrió Yacimientos Carboníferos Fiscales. Llegó gente del Norte para ser municipales, o militares, o a trabajar el carbón.” El destino similar para actor y personaje hicieron más fáciles las cosas: compartían el estar en un lugar sin elegirlo, vivir en la insatisfacción que observaba a su alrededor. “La mayoría termina trabajando en la mina y no a todos les gusta; allí las mujeres no entran, salvo una vez al año, el día de la Virgen; se dice que dan mala suerte...” El actor que se dispone a compartir el elenco con no actores (esa casta extendida, por no decir dominante en los films de Lisandro Alonso, Carlos Sorín, Adrián Caetano, el propio Trapero) se presta a la experiencia antropológica: se conecta con los vecinos y los lugareños como entre pares; se corre del encierro o aislamiento que significaría un rodaje convencional encerrado en locaciones. A cambio comparte las salidas con la prostituta y el dueño del bar; elude jerarquías dadas por el status para que aparezca el vínculo.

–A los no actores –asume Guillermo Pfening– les vi cierta inocencia, cierta prestancia a jugar. La única mujer, la prostituta Bety (o Fernanda en los títulos), va cambiando de pueblo (así en la ficción como en la vida) para que los camioneros no se cansen. Me contaba que tuvo un hijo, que se vino en travesía desde Misiones, le quitaron a su hijo, hasta terminar en Río Turbio. Entramos en confianza; en el cabaret ella nos dedicó un strip-tease; salíamos borrachos.

Si Nacido y criado propone acercarse a la experiencia del dolor –la puesta en abismo previa a la elaboración de un luto–, Pfening prefiere hacer foco en las situaciones concretas de excitación o calvario físico, afín a los avatares de un estrés postraumático que sobreviene al choque de autos. El clímax que rompe con los silencios extendidos será un ménage à trois entre los dos amigos, Pfening y Federico Esquerro, con una prostituta: “Una de las escenas más lindas para filmar: en la mirada del amigo no hay reproche. Yo me tapaba con la remera para que no se me viera la quemadura; me violento por eso”. Y el dolor físico (entre la desolación del paisaje y el silencio, o el vacío) fue el de la quemadura impresa sobre la piel: de allí surgió el grito, el rapto de violencia a cada momento. “Fueron seis horas de maquillaje –recuerda–, no me podía mover. Si te quemás en la axila, se te fusiona la piel. Habíamos visto fotos terribles: los que no se matan ni se van regeneran su vínculo con las personas y se desconocen a sí mismos. Sienten que lo que les pasó se lo merecen. Vi las imágenes de un hombre con sus genitales quemados. Vi vaginas tapadas, indiscernibles...”. ¿Acaso podría haber interpretado a ese Santiago sin contacto directo con lo extremo, lo que produce náusea (frecuente en su personaje), lo que quita deseos de seguir viviendo? Las angustias no terminaban al finalizar el día.

–Tenés que armar un mundo en una habitación de hotel, no hacés nada, y tenés que combatir el achanchamiento. Yo tengo un universo constituido que me gusta; soy yo en mi terraza, con mi perro. Y allá era pleno invierno, era sentir que estás en un lugar en el que es muy difícil que te descubran, ideal para estafadores y fugitivos. Un asesino brasileño armó toda su vida allá y cuando lo agarraron ya había caducado la causa.

–Esas fotos de las que hablaba, ¿qué efecto produjeron?

–Cuando las vi, no podía reconocer qué parte del cuerpo de cada uno era. Imaginaba el dolor que se debe sentir, y era un disparador. Esas imágenes marcaron un quiebre en mi forma de ver las cosas.

Representan el pasaje a otra zona de la creación, que lo involucró más profundamente que su historial anterior de galán y freak televisivo, sucesivamente en Verano del ’98 y Costumbres argentinas (donde logró deformarse en dupla romántica con Lola Berthet). Antes le peleó a la TV ese permiso para jugar a algo más que la seducción entre parejas cruzadas, ganó la batalla pasándose a las huestes del unitario experimental (Soy tu fan, Al límite); se sigue arrepintiendo, en cambio, de su papel en Rodrigo, la película. “No sé si zafé. Yo hice la película de Rodrigo y siento esa carga, más fuerte que la de las tiras. No fue un homenaje digno a ese chabón. Hubiese preferido que se hicieran recitales. ¿Si estuve en la de Soledad? No..., sería demasiado.”

–Con lo que me pasó con la película de Rodrigo, me sentí avergonzado –sigue–, y me sirvió para no hacer nunca más lo que no quiero hacer. Estoy orgulloso en cambio del corto que dirigí, Caíto, un retrato familiar con el que gané el premio George Méliès 2004 (que entregan anualmente la Embajada de Francia y la Cinemateca Argentina). Es mi retrato familiar: con mi hermano nos llevamos 14 meses; tiene una dificultad física. Reconstruyo algo que hace mucho él no podía hacer, hamacarse.

Tal vez la reticencia a los productos hechos en serie, a las industrias en torno de contenidos, lo apartó del protagónico en tiras que podría haberle llegado como carilindo; o tal vez lo haya salvado. Lo que llegó fue el cine, que continuará con su protagónico en Los resultados del amor de Eliseo Subiela, que será demasiado extremo para el gusto exquisito de quien acredita un corto al que emparentaron con la brillante Tarnation, de Jonathan Caouette. Guillermo Pfening da prueba constante de su gusto por los caminos extraños: puso apenas un pie en la TV para abrir puertas a otras voces y otros ámbitos.

Compartir: 

Twitter

Guillermo Pfening se inició en la televisión, pero trascendió a la figura del galancito.
 
CULTURA Y ESPECTáCULOS
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.